Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
VERANO12 › MEMPO GIARDINELLI
La televisión llegó al Chaco cuando Roque y Titina llevaban cuarenta y siete años de noviazgo y la rutina diaria, saturada de horas vacías que ellos llenaban con sus respectivas presencias, empezó a cambiar como si la licuadora del mundo los hubiese finalmente reconocido.
Todo lo que estaba quieto y silencioso en sus vidas, todo eso que se les había hecho hasta entonces soportable y, peor aún, tornado imprescindible, comenzó a moverse como esos trenes pesados que toman velocidad muy lentamente pero después son imparables.
En verdad, Roque y Titina se necesitaban el uno al otro como un pedazo de tierra a una gota de agua. Se reconocían en cada uno de sus gestos, de sus reiteradas manías; se intuían casi oníricamente; se olían desde lejos y hasta se hablaban, mudos, durante sus largos y arrogantes silencios. De ellos no podía decirse que fueran chapados a la antigua; eran antiguos. Y aunque para ellos todo estaba bien así, atado y bien atado, la llegada de la tele a mediados de los 60 hizo que de pronto la vida –ese noviazgo interminable– se les convirtiera en un laberinto misterioso e irresoluble, una especie de trampa que el destino les hacía y de la que no sabrían cómo zafar.
Para entonces, Roque ya se había jubilado como empleado del Banco Nación y Titina estaba casi ciega después de haber cosido y tejido toda su vida, y toda literalmente porque años atrás él había pasado del almacén de su padre al Banco, con una audacia como la de quien cambia de vereda, pero ella nunca había hecho otra cosa que las labores de corte y confección que aprendiera siendo niña y enseñada por su madre y sus tías.
A esta historia la conoció todo el pueblo e inevitablemente se enriqueció con el paso del tiempo y con la imaginación y comadreo implacables de las mujeres de la ciudad, cuyos efectos fueron como el fino polvillo que con el decurso de los años se acumula sobre los viejos muebles de una casa abandonada. No hay ninguna razón valedera para restarle veracidad a lo acontecido, y de lo que sucedió después con la pareja sólo han circulado vagas noticias. Pero por lo menos hasta que los primeros aparatos llegaron a la ciudad, ellos fueron un perfecto retrato doble del tedio, pintado en sepias y ocres y estampado contra la pared exterior de una casa de barrio sobre la calle Ameghino, cerca de la universidad.
Al principio de su relación, como casi todas las parejas provincianas de esa época, Roque y Titina se veían los domingos, cuando toda la ciudad iba por las tardes a dar “la vuelta del perro”, como se llamaba al giro alrededor de la Plaza 25 de Mayo, a paso cordial, las mujeres en un sentido y los hombres en otro. Eso duró un par de años hasta que después de mucho saludarse él un día le pidió permiso y empezó a visitarla dos veces por semana, los martes y los jueves, de siete a nueve de la noche. Y así, poco a poco, y como quien no quiere la cosa, fue haciendo más asiduas sus visitas, y más duraderas, hasta que fueron costumbre diaria. Se sentaban en la vereda, en reposeras de mimbre que colocaban una a cada lado de la puerta, y ahí permanecían, casi siempre en silencio, o bien hablaban unas pocas palabras circunstanciales y en voz muy baja. Algunas veces daban un par de vueltas a la manzana y todos los domingos volvían a la plaza.
Al cabo de unos cuantos, lentos años, los paseos se extendieron a toda la ciudad, especialmente la plaza y las grandes avenidas arboladas, capaces de cobijar encuentros íntimos bajo lapachos, tipas y jacarandáes, mudos testigos de sus contenidos escarceos amorosos, de besos fugaces, casi desapasionados, hasta que poco después de la hora del crepúsculo regresaban a casa de Titina y allí se despedían con otro beso, en la puerta, o algunas veces con un abrazo en la oscuridad del zaguán.
El se retiraba sereno, con paso cansino, y ella se encerraba con su virtud intacta. Jamás tuvieron prisa para nada y el tiempo pasó en los almanaques y se llevó todo lo irrecuperable: los años más lozanos de Titina, los pocos ímpetus de Roque. Y les dejó las primeras y las últimas muertes de sus familiares, las canas que poblaron sus cabezas, la sempiterna visita diaria y el puntual sentarse en la vereda todas las tardes, Roque con un vaso de anís en la mano, Titina con su tacita de té, mientras hablaban de las hormigas que devastaban los rosales del jardín o del trabajo de Roque en la sección Caja de Ahorros, o en Cuentas Corrientes cuando lo ascendieron, hasta que poco a poco fueron encontrando menos temas de conversación, o acaso sucedió que extraviaron los únicos que tenían. Como fuere, las palabras perdieron su simbología y ya no hicieron falta, como si ellos hubiesen alcanzado un ideal estado de silencio, una especie de síntesis que más que economía era la simbiosis de dos seres que se entendían con gestos y miradas. O ni siquiera eso, y lo único importante, si acaso importaba algo, era estar juntos. O por lo menos cerca.
Cada noche, al dar las diez, Roque se ponía de pie y ayudaba a Titina a plegar los sillones de lona que sucedieron a las reposeras de mimbre. Los entraban en silencioso ritual y los colocaban en la cocina, a un costado de la vieja heladera de querosene comprada cuando todavía en el pueblo no había electricidad las veinticuatro horas. Después él decía “me voy” (o simplemente murmuraba algo, el significado era el mismo) y se dirigía a la puerta de calle. Allá se saludaban con un beso fugaz, o sólo un movimiento de cabeza, y él partía, caminando lentamente bajo la oscura intimidad de la vereda arbolada, con las manos en los bolsillos, fumando un Avanti y acaso pensando en la probable vigilia de esa noche.
Después que murieron sus últimos parientes, Titina le había sugerido que se hospedara en la pensión Santa Rita, porque quedaba cerca y además era una buena santa. Eran seis cuadras que Roque caminaba sin desviarse ni un metro de la ruta imaginaria que le iban trazando los años. Al llegar se servía un vaso de agua y se encerraba en su pieza, abría la ventana que daba al patio, olía los jazmines durante unos minutos y después se acostaba a leer hasta que se quedaba dormido. Casi siempre leía un mismo libro de Borges, una ajada primera edición de su obra completa hasta entonces. Se sabía poemas enteros de memoria, aunque jamás los recitaba, y pensaba que Borges le gustaba porque envejecía con él, se estaba quedando ciego como Titina, era políticamente conservador y tenía un delicioso sentido del humor y la ironía del que él carecía por completo.
Titina, por su parte, cada noche verificaba –más por costumbre que por necesidad– que todos los postigos estuviesen cerrados. Luego apagaba las luces y las llaves de paso del gas y se encerraba en su dormitorio. Controlaba la hora en el despertador y disponía que la alarma sonara a las seis y media, aunque todas las mañanas se despertaba unos minutos antes. Ya en su cama, miraba la oscuridad y pensaba en sus muertos, uno por uno. Evocaba la sonrisa de su padre, que fuera maquinista del Ferrocarril Central Norte Argentino; recordaba a la perfección las manos de su madre, que parecían de porcelana y eran tan transparentes que se les veían los prolijos deltas de sus venitas azules, y algunas veces hasta se acordaba de aquel gato que se llamaba Ernesto y al que mató el almacenero de Edison y Belgrano, un francés que castraba a los gatos del vecindario para engordarlos y comerlos a la cacerola. Se quedaba dormida sin darse cuenta, casi siempre tratando de que su último pensamiento fuese para la costura que terminaría al día siguiente.
Hacía ya muchos años que Roque no insistía para que hicieran el amor. Si bien nunca habían sido apasionados, más de una vez, ruboroso y solemne, él se lo había pedido. No como prueba ni como prenda, sino por la simple razón de querer hacerlo, por una urgencia que, cada tanto, y fugazmente, parecía incendiársele en las venas. Alguna vez (borrosa vez que ya casi no recordaba) en la cocina o en el patio del fondo una mano de él había incursionado por su espalda y acaso investigado sus pechos, pero los mismos torpes movimientos, la misma economía gestual y ciertas miradas elocuentes los habían recompuesto. Y sin palabras innecesarias, se habían separado: ella para acomodar un mantel, él para arreglar el tutor de un rosal. Y así el deseo, o ese algo parecido al deseo que ellos pudieron sentir, se les fue muriendo como los pocos parientes, como las plantas que no se riegan, como el algodón de los barbechos. Y cuando la televisión llegó al Chaco, aquellas ansias ya estaban sepultadas.
Una tarde Roque llegó a lo de Titina con el rostro apenas más expresivo que de costumbre. “Tomá”, le dijo, y le entregó una boleta de Casa Aides prolijamente doblada, que delataba la adquisición de un televisor que al día siguiente le sería entregado en su domicilio. Ella dejó el papel sobre la mesa al mismo tiempo que Roque sacaba los sillones a la vereda; después sirvió dos copitas de anís y fue a sentarse frente a él, y juntos aspiraron el aire tibio del verano, el aroma de los chivatos en flor, mientras el tiempo continuaba pasando, implacable y lento.
Al día siguiente, y a partir de entonces, se instalaron en la vereda, cada uno en su sillón pero ahora mirando ambos hacia adentro de la casa, hacia el televisor que ubicaron en el zaguán. Sin proponérselo, encontraron así otro motivo de silencio, de modo que la franja de unión entre ambos se hizo más sólida, como si en ese mundo que habían construído en cuarenta y siete años de noviazgo el código del afecto sólo pudiera nutrirse de ese mutismo pegajoso, y necesitara, cada tanto, ponerse a prueba con nuevos abismos que los unieran más y más.
Previsiblemente –aunque acaso no para ellos– el televisor se constituyó en un protagonista más de esa historia y todo empezó a cambiar: la pareja se descubrió a sí misma como parte integrante de un trío en el que ese objeto, inanimado y tan viviente al mismo tiempo, jugaba papeles protagónicos y anarquizaba sus tradicionales, gelatinosos silencios. Titina lo comprobó una noche, semanas después, cuando pensó que era absurdo retener todas las ficciones que proponía el aparato. Sintió que peligraba su veterana intimidad, que estaban aislados, que el televisor era una especie de juez, o mejor, un fiscal acusador que los señalaba y los sumía en un silencio diferente del de esos cuarenta y siete años de noviazgo, un silencio con peso propio, capaz de imputarles, insolente e inapelable, lo solos que estaban. La certeza la sobresaltó como un frío repentino. Se cubrió la espalda con el chal y dijo, desviando la mirada del televisor:
–Decime, Roque... ¿por qué nunca nos casamos nosotros?
El no la miró. Siguió observando, aparentemente atento, las imágenes cambiantes. Demoró en responder, buscando una respuesta que no pudo encontrar, o no supo, o no quiso.
–No sé..., quizás no hizo falta.
–Claro –admitió ella.
Pero claro no, pensó enseguida rectificándose, modificando su antigua costumbre de conceder todo y después, acaso, arrepentirse y estar en desacuerdo pero jamás decirlo. Se irguió apenas unos centímetros.
–Ché... ¿y qué te parece si nos casamos?
Entonces Roque desvió su vista del televisor, lentamente, como quien despierta de un sueño preguntándose por qué nada lo sobresalta jamás. Y en un segundo desfilaron por su mente, en súbito atropello, mil rostros, mil recuerdos, mil veces esa misma pregunta a punto de hacérsela a una Titina treinta o cuarenta años más joven, y mil noches (y más, muchas más) de lucha contra el asedio del deseo (en su estilo mesurado, pero deseo al fin) y contra el tedio y el calor y hasta algún llanto solitario en las mil pensiones que fue la Santa Rita.
–¿Y para qué, Titi? –preguntó a su vez, hamacando la cabeza, manso como un perro que respira el calor de la siesta–. ¿Quién nos va a dar bola a esta altura?
Y se quedó mirándola fijamente, como se mira un fuego que se apaga y es sólo rescoldo pero aún quema, mientras ella lo miraba de un modo nuevo aunque no triunfal, con un brillo en los ojos que era el inesperado producto de casi medio siglo de concesiones. Ambos se miraron como contemplando el fin del mundo, olvidados por completo del aparato, cada uno metiéndose a la fuerza en el interior del otro, como buscando respuestas que los dos sabían inexorables.
Así estuvieron durante un tiempo indefinible, hasta que ella dijo:
–Roque, qué solos estamos.
Y él dijo:
–No estamos solos, Titi; estamos viejos, nomás.
Ella recordó, durante unos segundos, lo que solía afirmar su padre: que el tiempo no es responsable de los errores de los hombres; y que los males del mundo son como el agua y el pan, no se puede vivir sin ellos.
–Es lo mismo –afirmó–. Pero por lo menos, si nos casamos, no vas a tener que andar de noche ni dormir solo en la pensión.
–Es cierto. Y vos no vas a tener más frío.
–Y acaso nos vamos a morir juntos. Debe ser importante no morirse solos, ¿no?
–Sos una trágica, vos.
Y se quedaron nuevamente en silencio, y el tiempo, que parecía haberse detenido, volvió a ponerse en marcha, sólido y preciso, para seguir delineando destinos, como antes, como durante cuarenta y siete años, como siempre porque para ellos esos cuarenta y siete años eran siempre.
Y mientras se miraban, ambos supieron que era mentira eso de casarse, porque ninguno de los dos sería capaz de protagonizar semejante historia.
Hasta que al cabo de un montón de minutos Roque se puso de pie, más lentamente que de costumbre, y empezó a plegar los sillones mientras Titina apagaba el televisor y llevaba las copitas de anís y la tetera hasta la cocina.
Allí se encontraron frente a frente, luego de que él acomodó los sillones y cerró la llave de paso del gas, los dos de pie, mirándose con una profundidad no habitual, como sin comprender lo que iba a suceder, o acaso comprendiéndolo cabalmente y sólo tratando de convencerse.
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