Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Brasil vive una circunstancia insólita y contradictoria. Desde hace muchos meses, algunos de los mayores empresarios del ramo de la construcción –entre los cuales está Marcelo Odebrecht, heredero y presidente de la constructora que lleva el apellido de la familia y es la más grande de América latina– están presos por órdenes de un juez de primera instancia. Altos funcionarios de la estatal Petrobras siguen igualmente detenidos, mientras otros fueron liberados luego de adherir al instituto de la “colaboración voluntaria”, mejor conocida por “delación premiada”. Hay ex diputados, senadores y ministros presos. Hay un senador que fue detenido en pleno ejercicio de su mandato. Otros son investigados, entre ellos los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado.
La sensación general es que nunca antes hubo tanta corrupción en Brasil. La verdad, sin embargo, es bien otra: lo que nunca antes hubo es tanta investigación, gracias precisamente a la independencia que los gobiernos del PT concedieron (algo inédito en la historia reciente) a la Fiscalía General de la Unión.
Los grandes medios de comunicación, por su vez, lograron, gracias a una manipulación escandalosa, su objetivo: la opinión pública está claramente convencida de que la corrupción es culpa única y exclusiva del PT, que sedujo a sus aliados a base de harta distribución de puestos, presupuestos y dinero desviado de estatales. Hay una persistente insistencia en involucrar a Lula da Silva, que sigue siendo la figura política de mayor protagonismo en el país, en los escándalos.
La manipulación es clara tanto por parte de los grandes medios como de investigadores y fiscales, a través de una evidente selección de lo que se filtrará, desde los pasillos de los tribunales y de la Policía Federal, a los diarios, revistas y emisoras de televisión. El supuesto sigilo de Justicia es violado con facilidad asombrosa por fiscales auxiliares y policiales.
El fiscal general de la Nación, Rodrigo Janot, se muestra a la vez implacable en sus denuncias y olímpicamente independiente del gobierno que lo nombró, lo que es algo igualmente inusual en Brasil.
Este es el aspecto insólito del tema: nunca antes se investigó tanto, y nunca antes tantos poderosos –económica y políticamente– se enfrentaron a la Justicia.
Sin embargo, hay algo que preocupa a abogados y juristas: la actuación de Sergio Moro (foto), el mediático juez que, en primera instancia, conduce los procesos. Dueño de un ego hipertrofiado, Moro dejó claro desconocer límites en su conducta. Su método es mantener en prisión a los acusados hasta que acepten un acuerdo de “delación premiada”, o sea, contar todo a cambio de salir de la cárcel, obtener drásticas disminuciones en sus condenas y poder responder al proceso en libertad.
Dice la ley que solo pueden permanecer detenidos por tiempo indeterminado presos con posibilidad de amenazar el orden público, entorpecer la Justicia o perjudicar investigaciones. No es, bajo ninguna circunstancia, el caso de la mayoría de los que permanecen en la cárcel por determinación del juez Moro: los allanamientos en oficinas y residencias ya aportaron pruebas que no pueden ser destruidas. Pero el mediático juez quiere más: quiere pasar a la historia como un paladín de la Justicia. Algunos detenidos llevan seis meses de cárcel, sin haber sido llamados más de una vez para declarar.
No son pocos los juristas que comparan tal método –de evidente presión psicológica– a lo que practicaban los militares en tiempos de la dictadura (1964-1985), con la diferencia (clave) de que ahora no hay tortura física.
La alianza entre fiscales, policiales y los grandes medios hegemónicos de comunicación para seleccionar muy bien los filtrajes, y luego manipular todo, es otro punto de inquietud.
Hace pocos días un “delator premiado”, ex directivo de Petrobras, reiteró lo ya sabido: en la empresa había desvío de dinero desde, por lo menos, los dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, del PSDB, principal partido adherido al golpe institucional contra Dilma.
La noticia mereció escasos centímetros en los grandes diarios. Ya cualquier mención a Lula, al PT o a Dilma merece titulares de primera página. La opinión pública, embobada y maravillada, aplaude.
Contra esa situación se manifestaron 105 de los principales abogados criminales del país. Denuncian el menoscabo a la presunción de inocencia y al derecho de defensa, el desvirtuar el uso de la prisión provisoria, el filtraje selectivo de informaciones sigilosas, que están consolidándose como las marcas de la actual operación en curso. “Es inconcebible que los procesos sean conducidos por un magistrado (en relación a Sergio Moro) que actúa con parcialidad, portándose de manera más acusadora que la misma fiscalía”, escribieron los abogados.
Así es cómo, haciéndose cómplice de la más poderosa y deshonesta fuerza de la oposición –la prensa, los grandes medios–, se satisface el inmenso ego del juez y sus auxiliares mientras se destrozan reputaciones, se manipula la verdad y se ejerce presión desmesurada sobre presos cuya prolongada permanencia en el cárcel no se explica.
Así se da este momento insólito: la Fiscalía General de la Unión actúa como debería haber actuado siempre, y un juez de provincia actúa como no debería hacerlo jamás.
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