Domingo, 13 de agosto de 2006 | Hoy
EL MUNDO › EL MOVIMIENTO DE RESISTENCIA CIVIL EN MEXICO GENERO UNA OLA DE SOLIDARIDAD
En los campamentos de protesta del Paseo de la Reforma se reproduce la vida toda: se nace y se muere y en medio se ocupa el tiempo en reír, en bailar y en pensar. Como las asambleas barriales que surgieron aquí tras la crisis del 2001, los “plantones” mexicanos son la respuesta popular a un sistema político agotado.
Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D. F.
El Paseo de la Reforma está sembrado de esperanza. Es ofrenda al empeño con el que unos cuantos pretenden defender la democracia en México. Son miles las flores nuevas que plantaron algunos de los seguidores de Andrés Manuel López Obrador que hoy cumplen dos semanas ocupando nueve kilómetros de avenidas estratégicas en la Ciudad de México.
En realidad, viven ahí, en la ciudad que construyeron de la noche a la mañana dentro de otra urbe que resiente esta medida extrema de resistencia civil contra un fraude electoral que los partidos integrantes de la coalición Por el Bien de Todos insisten en rebuscar en el discurso político pero que no han podido demostrar ante una autoridad judicial que ha rechazado la consigna principal: volver a contar voto por voto, casilla por casilla, para limpiar la elección presidencial, y a cambio les ofreció un “diezmo” de democracia, mediante la revisión de poco menos de 12 mil casillas, ni siquiera la mitad de las que la coalición impugnó durante la jornada electoral del 2 de julio.
Aquí, en estas calles-vivienda, se reproduce la vida toda: se nace y se muere, y en el medio se ocupa el tiempo en cantar, en reír, en bailar, en jugar, y en pensar. La gente tiene mucho tiempo para pensar en lo que siente, en lo que hace al entregarse a una causa, y vierte las horas de espera en carteles que forman interminables periódicos murales con frases cortas y lapidarias contra los dueños del poder, o en versos largos que no siempre riman con felicidad. Otros pintan sobre cartones la historia, secuencia de imágenes que narran otro despojo, códices del siglo veintiuno. Los menos rumian sus dudas sobre la efectividad y hasta sobre la pertinencia de paralizar la principal zona comercial y financiera de la capital del país.
No es un eufemismo. El domingo 7, una mujer parió a un niño en el Zócalo capitalino, mientras López Obrador dirigía un discurso ante unas 200 mil personas, a media tarde. Ella estaba ahí, con ocho meses de embarazo, junto con su marido, quien la golpeó en el vientre durante una discusión conyugal. El fue a dar a la cárcel, mientras ella entraba en trabajo de parto que no esperó la imposible llegada de una ambulancia. La vida se abrió paso en plena calle.
Horas después, un indigente murió sobre Paseo de la Reforma, a los pies de la Torre Mayor, un edificio inteligente, el más alto de Latinoamérica, inaugurado por López Obrador cuando todavía era el jefe de Gobierno de la ciudad. Se llamaba Filiberto y no pasaba de 40 años. Vestía harapos negros. Se había refugiado en uno de los 48 campamentos instalados por la coalición, por los que llevaba algunos días deambulando. Lo último que hizo fue fumar un cigarrillo que alguien del campamento le regaló. Se hizo un ovillo bajo un árbol y ya no despertó.
Las inclemencias de un verano extraviado también les han golpeado. Dos tormentas –una el miércoles de la semana pasada, que dejó hasta 10 centímetros de granizo, y otra apenas hace tres noches, ambas provocando inundaciones en las que el agua subió hasta medio metro en algunas partes de la ciudad– han hecho bajar la temperatura, y el frío y la humedad cala hasta los huesos. Varios presentan cuadros de gripe y resfriado; los más viejos –¡hay tantos viejos!– padecen reumas.
En cada campamento, el gobierno de la ciudad instaló un puesto de servicio médico, algunos menos precarios que otros, pero todos carentes de instrumental y medicamentos para atender una verdadera urgencia. No por eso dejan el día por menos de 50 consultas, sobre todo a ancianos y niños, los más vulnerables a las enfermedades gastrointestinales que empiezan a padecer, a fuerza de una dieta cuyo ingrediente principal es la solidaridad. En estas calles-cocina, miles de personas hacen tres comidas calientes al día, gracias a las provisiones que ellos mismos traen y que muchos más aportan para que resistan. Los que se quejan por estos “renegados”, como los llama el presidente Fox, ni se imaginan que las despensas también han sido llenadas por habitantes de las zonas más pudientes de la ciudad, como la colonia de alemanes que vive en las Lomas de Chapultepec, que bajó con alimentos para los campamentos. Aquí, no sólo a nadie se le niega comida, sino que se le ofrece a cualquiera que se acerque, y hasta a los policías que vigilan la zona aprovechan para almorzar. Y si algo falta en alguno, otro lo provee.
Ocho personas fueron picadas por abejas enfurecidas cuando su panal fue violentamente reprimido por los bomberos, que las desalojaron sin miramientos hace unos días. Nadie sabe por qué protestaban las abejas. Las pocas que escaparon arremetieron contra los primeros que encontraron.
No es broma. Asentarse sobre Paseo de la Reforma o sobre Avenida Juárez o sobre las calles del centro que desembocan en el Zócalo convierte a cualquiera en sujeto del encono social, que empieza a expresarse en agresiones contra los manifestantes. La semana pasada, un energúmeno saltó los endebles obstáculos y arrolló un campamento con su automóvil, destrozando una tienda de campaña, una mesa de plástico y una silla de aluminio. Nadie resultó herido, esta vez. Detenido por la policía, quiso evadirse alegando ser asistente de Manuel Espino, dirigente nacional del oficialista Partido Acción Nacional, que insiste en que su candidato, Felipe Calderón, será su segundo presidente de México.
La tensión aflora todos los días en el cruce de Paseo de la Reforma y Avenida Insurgentes, una arteria de casi 40 kilómetros de largo que no fue cortada a la circulación vehicular y que a ratos hasta parece fluir mejor que antes del plantón. Ahí, muchos automovilistas aprovechan la velocidad para gritar insultos al paso del segundo campamento en importancia, el que ocupa el jefe de Gobierno electo, Marcelo Ebrard, postulado por la coalición. Las agresiones en ese punto son cotidianas. El viernes, otro automovilista intentó penetrar y arrollar el campamento.
Sí, mucha gente está enojada por los plantones. Se entiende. Esta zona de la ciudad, de por sí conflictiva, padece un caos redoblado desde que se bloqueó el tránsito de vehículos y cortó el flujo entre oriente y poniente de la ciudad. Es, además, el corazón de la delegación más densamente poblada de la ciudad, y sobre este tramo de Paseo de la Reforma se ubican oficinas de importantes ejecutivos, la Bolsa Mexicana de Valores y algunos de los mejores hoteles y restaurantes de la ciudad. Muchos negocios han visto desplomarse sus ventas. Empleados, ejecutivos y patrones ahora deben caminar incluso algunos kilómetros para llegar a sus trabajos. Y están resentidos. Se ve en la mirada de la mayoría de quienes deben cruzar por entre las tiendas, de quienes salen de los edificios para fumar, de los pocos que todavía hacen compras.
En las dos semanas de conflicto, solamente una vez se han mezclado todos. Fue el viernes pasado, a las 9.30 de la mañana, cuando un terremoto de 5.9 grados en la escala de Richter obligó al desalojo de cientos de edificios de oficinas públicas y privadas, cuyos ocupantes se internaron entre los campamentos, a media calle, en busca de seguridad.
No sólo fueron bienvenidos –que al fin y al cabo, el miedo no distingue militancias–, sino que gozaron de algún bocado para el susto. Incluso, las carencias de los puestos médicos no impidieron asistir a la camarera de un restaurante de esos que son remedos de los coffee shops estadounidenses, que sufrió un desmayo por la impresión.
Pasada la emergencia, cada quien regresó a su trinchera.
Los pocos turistas extranjeros que también se ven forzados a caminar por la zona –impensable buscar un taxi–, toman fotos y sonríen a los manifestantes. Les sorprende, sobre todo, que nadie está ocioso. La actividad en cada campamento es constante y de todo tipo. Abundan los talleres, lo mismo de derechos humanos que de ajedrez, cerámica, alebriges y cualquier cantidad de otras manualidades. A diario hay decenas de conciertos de todo género musical, conferencias, lecturas de poesía, proyecciones de películas, obras de teatro, danza y exposiciones de fotografía, pintura y escultura. En al menos una tercera parte de los campamentos han instalada una suerte de estaciones de radio comunitarias que transmiten permanentemente a través de altavoces, con más voluntad que kilohertz de potencia, y en casi todos hay una biblioteca. Los ancianos practican tai-chi; los cientos de niños, aún de vacaciones escolares, aprenden mil cosas jugando; los jóvenes –entre besos y caricias– dan mantenimiento a las frágiles estructuras y preparan los escenarios; los adultos organizan actos político-informativos y todos participan en el volanteo de decenas de folletos y pasquines que explican por qué están ahí. Los transeúntes tienen la oportunidad de plasmar lo que piensan sobre cartelones a su disposición, y muchos la aprovechan.
Otros han encontrado aquí que su lucha no riñe con el trabajo e instalan puestos donde venden desde artesanías hasta libros, discos, tazas y remeras con consignas. Pero también se ofrecen servicios gratuitos a cualquiera que los solicite, y se encuentran barberías y salones de belleza, clases de salsa y cumbia, asesores jurídicos...
No sólo el centro de la ciudad está trastrocado, también ha cambiado la forma de manifestarse. Son las calles-posada, las calles-taller, las calles-escenario, las calles-kindergarten, las calles-trabajo, las callessolidaridad, las calles-vida, las calles-protesta.
Esto ya no parece solamente un conflicto postelectoral, sino el nacimiento de un movimiento social, como bien dice “El Rayo de Esperanza”, un singular personaje que recorre todos los campamentos cada tercer día, ataviado con la indumentaria de un luchador enmascarado de capa dorada, con palabras de aliento para los manifestantes, y posando cada cincuenta pasos para la fotografía que le solicitan incluso los afectados por el plantón, como el par de despampanantes rubias que bajaron de su BMW para registrar el momento, aunque no lo entiendan.
A ellas –y a muchos más– tal vez se los podría explicar un exitoso ingeniero civil retirado que deja todas las mañanas su cómodo departamento, a dos calles de uno de los campamentos, para ayudar como voluntario en el puesto médico. Con una sonrisa resignada, me cuenta lo álgidas que son a veces “las sobremesas de debate” con su esposa, una abogada que trabaja para el PAN.
El profesionista acepta que en algunas cosas su esposa tienen razón, pero no se resigna a quedarse cruzado de brazos. “No estoy muy de acuerdo con el bloqueo, tampoco sé qué va a pasar, pero siento que debo hacer algo”, dice. La verdad es que ni él ni nadie sabe qué sigue a esto, cuando faltan menos de 24 horas para conocer el resultado del recuento parcial de votos ordenado por el Tribunal Electoral.
Pero las flores nuevas sobre Paseo de la Reforma son amarillas. Y dan más calor que el sol.
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