Domingo, 13 de agosto de 2006 | Hoy
EL PAíS › EL IMPACTO POLITICO DEL FALLO DE LA CORTE
El aporte del tribunal. La interpretación de la sentencia, según el oficialismo. El presupuesto, el momento “razonable” de cumplir el mandato. Una semblanza del 14 bis, una garantía abandónica. El tímido retorno del estado social. Y, por una vez, la educación y los jubilados en el primer plano.
Por Mario Wainfeld
opinion
Por una vez, aunque sea por ahora, todos los actores actuaron a la altura de su responsabilidad. El mérito esencial es de la Corte Suprema. Su sentencia en el expediente “Badaro” es innovadora, tiene enormes proyecciones institucionales y económicas, fue redactada con una dosis inusual de sensatez. La soberbia y la sobreactuación, clásicas del estilo político autóctono, brillaron por su ausencia. La unanimidad y el relativo laconismo del voto único evitan dispersión de interpretaciones y acentúan la autoridad emanada de la decisión.
La respuesta de los otros poderes del Estado fue también adecuada. El Ejecutivo y el Legislativo muy a su zaga (como cuadra en cuestiones de tamaña complejidad) se han puesto a trabajar. Una de las pocas polémicas entre los cortesanos, la de darle al Parlamento “un plazo razonable” o determinar un plazo concreto, se saldó del modo más transigente con otro poder del Estado, pero lo cortés no excluye lo valiente. Eso no equivale a dejar las manos libres al oficialismo. La razonabilidad que se le ordena se mide en meses –expresó en el reportaje publicado en este diario Ricardo Lorenzetti– no pueden ser ni siquiera seis. Traduciendo, razonable es que la movilidad injustamente postergada se incluya en el presupuesto de 2007. Así se hará, prometen en la Casa Rosada donde proliferan los elogios a la Corte y al escenario determinado por su sentencia. Al cronista suspicaz siempre le queda una semilla de duda sobre tanta euforia cuando alguien le marca los tiempos a Néstor Kirchner. Pero más allá de ese matiz, el Gobierno tiene sobrados motivos para darle de volea a la pelota que la Corte envió por arriba de la red. “Es una sentencia prudente, no incluye ni un adjetivo que cuestione nuestra política previsional. Convalida los aumentos existentes, que se habían instrumentado mediante decretos de necesidad y urgencia. Estipula que movilidad no equivale a indexación y deja librado a nuestra prudencia la actualización. Y acepta que la fijación del presupuesto, la racionalidad del gasto, es una tarea ardua y ajena a su esfera de competencia y hasta de comprensión”, promedia bien uno de los abogados que integran la mesa piccola, piccola del
kirchnerismo.
Puesto a obrar, el Gobierno no piensa regular la movilidad de modo general, en una verdadera reforma provisional. Así lo aseguran sus espadas en el Congreso y en Jefatura de Gabinete. Lástima, pues es una deuda institucional del Gobierno.
La movilidad se legislará exclusivamente para el año que viene, en el presupuesto. Felisa Miceli ya trabaja contrarreloj, pues el plazo para presentar el proyecto respectivo vence el 15 de septiembre.
–¿Cuándo se conocerá? –pregunta este diario a un allegado fiel a la ministra de Economía.
“El 14, a la noche, bien tarde”, se atajan en el quinto piso de Economía. El primer esbozo del presupuesto incita a las provincias y a los representantes de intereses sectoriales como un trozo de carne fresca a los tiburones. Conservar, así sea por un rato, el don de la sorpresa es una tendencia inmanente del kirchnerismo.
El Congreso deberá legislar a sabiendas de que la Corte controlará que el importe de la movilidad y el tiempo en que se la reconozca, no hagan ilusorio el derecho de los jubilados. Como fuera, el mandato de la Corte se hará ley en un lapso sensato, el sistema provisional recuperará racionalidad y rumbeará en pos de una distribución más justa.
Selectividad y solidaridad
“No legislamos, aplicamos la ley. Y vamos reparando las injusticias que prodigó el menemismo”, sintetiza en reserva un supremo de la nueva camada. Lo de legislar alude a colegas de otras instancias. La desmesura propia del modo político argentino también aparece en el más conservador de los poderes, algunos de cuyos integrantes se complacen en invadir esferas que no le son propias: jueces que imponen planes sociales extendidos, que proponen afectaciones presupuestarias fastuosas. El decisionismo del Ejecutivo no encuentra en ellos el freno adecuado sino una réplica en espejo, alguien que le canta “quiero retruco” pero que comparte las reglas (¿) del juego.
Al resolver que parte de la política del Gobierno fue ilegal, la Corte incursionó con firme prudencia en un terreno complejo. La discrecionalidad relativa es propia de la acción de los poderes decisorios del Estado, pero tiene límites legales. No es nada lineal definir cuándo se ha abusado de esa potestad, cuyo manejo pertinente no debería dirimirse mediante la patológica judicialización de la política sino a través de las instancias democráticas de elección o remoción de autoridades.
En el caso concreto la Corte no anuló (en verdad ni cuestionó) los aumentos selectivos resueltos por la actual administración pero sí juzgó que habían violado la regla constitucional para algunos casos. La gestión Kirchner optó por acrecentar los haberes más bajos, dejando rígidos los más elevados, criterio que ya revisó en el último aumento. Su argumento (del que Roberto Lavagna también fue paladín) fue la mayor necesidad de los más desprotegidos y la necesidad de la solidaridad entre pares. La idea puede ser sugestiva en un momento de emergencia pero renguea en dos aspectos. El primero es que pone en entredicho el principio constitucional de la movilidad jubilatoria.El segundo no es legal sino político. Aunque cimentado en un principio valioso, el criterio de elevar sólo los mínimos tiene un eje argumental peligroso que es imponer la solidaridad entre quienes son pobres y desprotegidos, aunque con cierta disparidad de ingresos. Y descuidar que la solidaridad debe propender a no discriminar entre los más débiles y a cargar sobre los hombros de los más poderosos.
La selectividad, explica el sociólogo francés Pierre Rosanvallon (La nueva cuestión social), es inherente a las políticas públicas pero razones democráticas inducen a preservar la tendencia a la universalización de las prestaciones o de sus mejoras. Ocurre que las prestaciones sociales “tienen un valor simbólico y tienen una dimensión de ciudadanía”. Al forzar a algunos jubilados a ser solidarios con sus pares, ligeramente más relegados, el poder político les fue minando ciudadanía, amén de su patrimonio.
El 14 bis
El artículo 14 bis fue agregado a la Carta Magna en la Constituyente de 1957. Bregaron por su incorporación los sectores más ávidos de heredar la representatividad popular del peronismo, especialmente las dos vertientes en que había dividido el radicalismo, la UCRI de Arturo Frondizi y la UCRP de Ricardo Balbín. La función del texto agregado era demostrar que el nuevo régimen quería preservar las conquistas sociales del peronismo, dejando atrás sus contenidos autoritarios. El tiempo, impiadoso, demostró que ambos objetivos, ay, quedaron truncos.
Pero más allá de las intenciones originarias del constituyente e incluso de su sinceridad o malicia, el 14 bis integra la Carta Magna. La enumeración de derechos, un poquito veloz pero precisa y no mal intencionada, da cuenta de la cantidad de reivindicaciones sociales que plasmó o apuntaló el primer peronismo y que supuestamente constituían un piso legal inderogable en el futuro. El lector entiende por qué se dice “supuestamente”: la práctica política y aun el discurso jurídico dominante propendieron a transformar los imperativos constitucionales en letra muerta o algo así. Los portavoces más versados de esta operación, académicos de postín, urdieron una categoría supuestamente doctrinaria y en verdad marcadamente ideológica. Se implantó que esas cláusulas son “programáticas”, esto es algo así como deseos puestos por escrito, en contraposición a otros derechos y garantías “operativos” que, ellos sí, son exigibles e invulnerables. Lo programático son los derechos sociales, los operativos los individuales. La clase obrera irá (Dios sabrá) al Paraíso pero en materia constitucional viaja en segunda clase.
La cita de Castel mentada en el epígrafe viene bien a cuento porque, como se viene relatando, la derecha vernácula transforma en fetiche a algunos derechos constitucionales. Por ejemplo el de propiedad, que se eleva a canjeable por la vida de otros ciudadanos. O el de transitar el territorio que se considera inmodificable, no sujeto a regulación o a limitación cuando entra en conflicto con otros derechos. En tanto, los derechos sociales fungen como “saludos a la bandera”, que así menta con instructivo cinismo coloquial o periodístico, a las proclamas huecas o vanas.
Tal bastardeo, que no tiene arraigo ni en la letra ni en el espíritu constitucional tiene un parecido, un aire de familia con la supremacía del mercado sobre la política, llevada a niveles paroxísticos en los últimos quince años. La revisión de esa tendencia, infausta e ilegal, es otra consecuencia de la decisión de la Corte.
El derrame de la jurisprudencia a otras situaciones discriminatorias es factible pero impredecible en su magnitud, porque tributa a muchas variables, entre ellas que haya causas abiertas en instancias altas o en la Corte misma. Se ha abierto una hendija para recusar a políticas sociales discriminatorias o congeladas de modo injusto, una referencia quele calza como a medida al Plan Jefas y Jefes de Hogar, que se prometió universal, garantía que el Estado birló por razones presupuestarias. Y cuyo importe está casi congelado desde el vamos.
Prioridades
Miceli, dicen en su torno, hizo sus largos primeros pasos como economista trabajando en la preparación del presupuesto, así que lo suyo es un volver a vivir. Ahora lo hace desde la cúspide, con sus colaboradores Raúl Rigo y Carlos Fernández que la siguen a sol y sombra. “Es un trabajo fino porque el ejercicio 2007 tiene varias previsiones muy importantes: el aumento del presupuesto educativo, todos los salarios de estatales con el aumento del 19 por ciento, el nuevo esquema jubilatorio” –repasa el interlocutor de Página/12–. “La coparticipación federal no se toca, en lo esencial, pero seguramente habrá algunos créditos a provincias con déficit.” Felipe Solá puede ver diluirse el rojo de las cuentas de Buenos Aires.
Pero, volviendo al núcleo, resaltemos un dato interesante. Una parte rotunda del presupuesto de 2007 estará consagrada a aumentar sensiblemente la inversión social en educación y jubilaciones.
Se ha llegado a esa circunstancia, encomiable aunque precaria, por caminos diferentes pero igualmente rescatables. El presupuesto educativo se mocionó como una política de Estado, se presentó con una convocatoria plural bien diferente al estilo intrauterino que privilegia el Gobierno y se intenta promover un debate extendido y amplio. La implementación cotidiana de los objetivos los desbarata un poco pero, de cualquier modo, el objetivo y el camino elegidos son edificantes.
La recuperación de la movilidad jubilatoria tiene un antecedente deplorable que son las políticas confiscatorias de gobiernos anteriores y la compensatoria pero demasiado sesgada del actual. Pero la irrupción de la Corte remozada, una de las mejores herencias institucionales de Kirchner, oxigenó la agenda pública, un logro que le es esquivo a la oposición política. También a la mayoría parlamentaria oficialista, demasiado vertical y pasiva para proponer medidas innovadoras.
Con matices y con imperfecciones recuperan atención y asignación de recursos dos sectores muy postergados: los jóvenes y los viejos, grandes castigados por la lógica impiadosa del capitalismo sin cauce. La expresión “políticas de Estado” suele asimilarse a presentaciones pomposas, a evocaciones vagarosas de La Moncloa, a formas apenas disimuladas de unicato, a supresión de las polémicas y de las pujas de intereses. Tal animal quizá no existe y, si existe, es más inusual que un gorila albino.
Con menos ambición (o si bien se mira con más) aderezada con un pizca de buena voluntad pueden llamarse políticas de Estado a estos intentos de consagrar nuevas formas de inclusión social, a través de acuerdos generales, que no excluyen el disenso y el pluralismo.
La tolerancia y la calidad institucional, productos no convencionales en la política cotidiana, resultaron eficaces en un sentido progresivo. El oficialismo debería anoticiarse de esa realidad, que no suele integrar su imaginario cotidiano.
La oposición, a su turno, podría registrar algo que niega de plano: ante razonables estímulos, el Gobierno eligió un camino ponderado.
Cuesta ser optimista en la Argentina, una mirada costumbrista desalienta cualquier tentación en ese sentido. Esto asumido, que las políticas públicas se pongan las pilas (y pongan mucho dinero) para paliar la postergación de los chicos y de los viejos, es una señal interesante.
El sistema político democrático, cuyo prestigio socavan a diario la mayoría de sus protagonistas, conserva empero una productividad que no suele valorarse. La calidad de una sociedad debería medirse por la forma en que se ocupa de sus eslabones más débiles y un Estado debe ser un amortiguador para las diferencias sociales actuales e intergeneracionales.Por una vez, ojalá sea más que por unos días, algunas acciones y algunos actores se parecieron a lo que deben ser.
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