Domingo, 3 de septiembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
“Juega las cartas que le da el momento.
Mañana es sólo un adverbio de tiempo.”
Joan Manuel Serrat
De cartón piedra
Con la foto de su hijo asesinado, dueño de un capital político que le llegó de golpe, haciendo pie en la calle para reclamar sin mediaciones la respuesta gubernamental, Juan Carlos Blumberg es una peculiar versión de un fenómeno que lo precede y lo excede. Un fenómeno que desdeñó o hasta despreció toda su vida, incluyendo estos últimos tiempos. Pero su subjetividad no lo excluye totalmente de ese colectivo integrado por familiares de víctimas que pasaron de la vida privada a la pública sin escalas y que han ganado un peso político enorme.
Axel Blumberg fue asesinado por delincuentes comunes, en circunstancias horribles en las que su padre denuncia falencias fenomenales del sistema de seguridad. Es obvio que ese caso no es igual al de otros padres sufrientes que portan imágenes de sus hijos. Por decirlo de modo veloz, no es igual el terrorismo de Estado que: a) el gatillo fácil, b) el encubrimiento o la desidia gubernamental ante crímenes cometidos por terceros, c) la mala praxis estatal que, por omisión o corrupción, desemboca en vidas segadas. El orden que propone este cronista es valorativo, de mayor a menor gravedad relativa, siendo que todos los casos son atroces. Y subrayando con énfasis algo que en las polémicas se olvida con demasiada facilidad, que el terrorismo estatal tiene un rango cualitativo diferencial e inigualable.
Admitidas todas esas salvedades, nada menores, Blumberg no deja de ser (ni de exhibirse como) una nueva víctima a la que un cúmulo de circunstancias le ha dado una representatividad muy alta. No debe existir un argentino que equipare en su imaginario a las dirigentes de los movimientos de derechos humanos, a los familiares de José Luis Cabezas y María Soledad, a los de los chicos de Cromañón, a los vecinos de Gualeguaychú, al ingeniero que llenó media Plaza de Mayo en uno de sus actos menos concurridos. Esta diversidad axiológica no debería eclipsar la comprensión de que hay un hilo conductor que enhebra a todos ellos. Es la creciente legitimidad de las víctimas, fenómeno cuyo peso político se potenció durante el último lustro. O, por medirlo en términos políticos, durante los mandatos de los dos últimos presidentes, especialmente el de Néstor Kirchner.
La acción directa tiene un peso fuerte en el espacio público local, desde que la revuelta callejera fue central en la destitución de Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá y la represión feroz aceleró la salida de Eduardo Duhalde. Un tramo del discurso del ingeniero en la Plaza sería incomprensible en otras latitudes, incluidas capitales de países vecinos. Blumberg se quejó de que los ministros Alberto y Aníbal Fernández no lo atendieran a través del celular. Lo que comprueba el reproche, por inversa, es que Blumberg llama asiduamente a esos teléfonos, o sea que tiene línea directa (literal) con el primer nivel de Gobierno. Muchas víctimas de delitos (incluidas algunas en trance de resolución) conocen el número de un celular del ministro del Interior. Esa tangencia sería ciencia ficción en Chile o en Francia, en Argentina no sorprende a fuer de instalada. La supresión de intermediaciones convencionales revela una mutación importante, un signo de época. Las víctimas del terrorismo de Estado tardaron más de una década para ser compensadas económicamente, casi tres para ser recibidas en la Casa de Gobierno. Los familiares de los asesinados en el atentado de la AMIA, otro tanto. Blumberg entró en la Casa Rosada y alternó con la plana mayor del gobierno bonaerense de modo inmediato e intenso, como también lo hicieron los padres de Cromañón. Los vecinos de Gualeguaychú prefieren que los sucesivos cancilleres viajen a sus pagos, pero esa preferencia por la condición de local no altera lo sustancial que es el nivel de protagonismo que han adquirido algunos emergentes sociales.
Claro que Blumberg pudo ser desde el vamos imán de multitudes, circunstancia que merecería más de una investigación o un trabajo académico. Mientras se los espera, una referencia a cuenta: su condición de emblema para la destartalada derecha argentina (que no se basta como única explicación) jugó a su favor.
La Plaza como tragedia
No bien Blumberg hizo pie en el ágora, una bandada de desamparados políticos se le acercó, la componían desde abogados procesistas hasta dirigentes de la línea mano dura del peronismo, como Jorge Casanovas y Carlos Ruckauf. Blumberg sumó a algunos letrados y se desembarazó de los políticos con intuitiva sagacidad. En simultáneo, el Gobierno le dio acogida, escuchó como en misa su disparatada ristra de propuestas y transformó en ley a unas cuantas de las más insensatas y repudiables. Kirchner jamás creyó estar en presencia de un aliado virtual pero se curaba en salud de un riesgo difícil de mensurar pero que veía enorme. Las leyes que sancionó el Congreso fueron, según la óptica oficial, un precio que se pagó por conservar la gobernabilidad. Seguramente hubo otros precios, en sentido más literal, en el sostenimiento de la Fundación Axel Blumberg.
La acción del kirchnerismo no fue, en sustancia, distinta a la que ejercitó con otros emergentes sociales, incluido el movimiento de desocupados. Asistencia, aceptación de ciertas demandas, intentos de asimilarlos al esquema oficial. No está muy de moda recordarlo pero en 2004 era un lugar común predecir que los cortes de calle llevarían al Gobierno a un callejón sin salida de anomia, falta de seguridad e incluso parálisis del aparato productivo. Más vale que no fue así, desemboque en el que Luis D’Elía tuvo incidencia importante, que en buena medida le valen el cargo y el sitial en “el dispositivo” que ahora ocupa. A los efectos de este análisis valga agregar que D’Elía, como Jorge Ceballos (dirigentes de una clase social) y Romina Picolotti (precoz dirigente de otra) son veros testimonios de un new deal bien fecundo y original con las organizaciones sociales.
En cuanto a Blumberg suena exótico decirlo en esta semana, pero tanto él como Kirchner trataron de evitar la llegada a la Plaza de Mayo. En su primera e inigualada movilización Blumberg desalentó pedidos que le formularon ciertos asistentes. Por más de dos años él y Kirchner prolongaron la indefinición pero, como en una tragedia, pasó lo que estaba escrito. Las concesiones oficiales no bastarían para contener al ingeniero quien por primera vez encaró de frente al Gobierno.
La alusión a la tragedia es una imagen, referida a la impotencia de los hombres para evitar lo inexorable pero los dioses nada incidieron en el desenlace dramatizado el jueves. O por usar una palabra más rigurosa en la nueva etapa que acaba de iniciarse o sincerarse. Sencillamente, había razones políticas que empujaban a que Blumberg quedara del lado de afuera de la Casa de Gobierno, cuyos despachos tanto trilló.
Caricaturas
El Gobierno celebra que Blumberg se lance a la arena proselitista, lo que da por hecho transmitiendo más deseos que información. También se solaza resaltando el achicamiento de sus actos y de la corte de los milagros (Cecilia Pando, “Sin gorras”, dinosaurios en retiro efectivo) que lo entornó. Naturalmente, su evaluación minimiza la convocatoria numérica del rival y simplifica a la asistencia, que fue más de propietarios asustados y ofuscados que de millonarios.
En política, es lícito tratar de hacer pisar el palito al adversario, caricaturizarlo y hasta chucearlo para que se parezca más a la caricatura. Es menos válido enrarecer el clima democrático como lo hizo D’Elía. Las artes ejecutadas por D’Elía fueron malas y torpes. Los costos para la reputación de Blumberg fueron irrisorios comparados con los que pagará el oficialismo por sus provocaciones.
Discurrir si D’Elía se mandó solo y fue convalidado por el silencio de Kirchner o si obedeció órdenes del Presidente es una intriga de palacio, lo que es certero es que no lo contradijo. En términos políticos es innegable que un hombre tan celoso de su autoridad como Kirchner no admite ser contrariado y que puede desbaratar cualquier desobediencia con una palabra o un gesto propio o de sus laderos. Yendo más al detalle, nadie puede erigir un palco en la avenida 9 de Julio de un día para el otro sin la logística o sin la aquiescencia del Gobierno.
La querella propiamente al pie del palco con Adolfo Pérez Esquivel, con quien el dirigente piquetero militó por muchos años y litigó hace también largo rato, fue un feo cierre para acciones de poco gusto republicano.
La dialéctica excluyente entre democracia y república, que signó lamentables fracasos históricos colectivos, se reitera obcecadamente. El Gobierno, muy desdeñoso de las banderas republicanas, a menudo se empaca en asemejarse a la caricatura que dibujan sus adversarios, en mala hora.
El pliego de condiciones
Los líderes de la derecha se llenan la boca parangonándose a Ricardo Lagos. Sería pintoresco que alguien pudiera preguntarle al ex presidente chileno si estaría dispuesto a atar una parte grande de su futuro político a una propuesta tan improvisada, represiva y unidimensional como la que emite Blumberg. Que Mauricio Macri y Ricardo López Murphy hayan elegido ese derrotero da cuenta de la precariedad de la derecha argentina, en una época que los ha dejado desrumbeados. Blumberg toma parte de lo peor de la sociedad norteamericana –su sistema represivo racista, clasista y violento– y lo extrapola con la brutalidad y la simpleza del autodidacta que aprendió todo de golpe, sin saber previo y sin digestión ulterior. Ese pliego tan peligroso como ineficaz y la apuesta a un par de contingencias catastróficas o incordiantes (por ejemplo la crisis energética a la que, valga la imagen, se le prenden tantas velas) son el torpe aliño indumentario de la derecha que, hasta hoy, se parece demasiado a lo que el Gobierno prefiere.
Aún en ese contexto, la mejor foto para la oposición sería la del jueves, con Blumberg acumulando para el sector en el rol de líder social que lo preserva del deterioro de la política partidista. Ese equilibrio inestable no pinta como destinada a sobrevivir, es más factible que derive a la candidatura de Blumberg, que promete mejores frutos a sus aliados que a él mismo. La escasez de candidatos potables y una lógica inercia parecen llevar en declive a ese escenario.
El Gobierno, todo lo indica aunque nadie lo extrovierte, callará unos días, llamará a silencio a D’Elía. Es previsible que, en un par de semanas o en un mes, cuando todo decante, será el Presidente mismo frente al célebre atril quien apostrofe al hombre al que tanto concedió, porque tanto le preocupó. La foto de Axel seguirá sobre su escritorio, en el mismo lugar visible que ocupa desde el día de ese asesinato cuyos autores, a diferencia de muchos otros, no quedarán impunes.
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