EL PAíS

A cuarenta años del adiós

 Por Mario Wainfeld

La efemérides pasó casi desapercibida, entre tanta coyuntura deportiva y política. Por ahí vale la pena recordarla y releerla cuarenta años después. El 12 de junio de 1974 el presidente Juan Domingo Perón le habló por última vez a su pueblo, despidiéndose con dos mensajes memorables. A la mañana, apeló a la cadena nacional para denunciar sabotajes contra el Pacto Social, la política central de su tercer mandato democrático. Incluyó en las acusaciones a sectores empresarios y gremiales (algunos del “palo” propio) y aun a funcionarios de su gobierno. Manifestó su fatiga, pidió de modo tan perentorio cuan implícito una manifestación de apoyo popular. La tuvo, no podía ser de otro modo, esa tarde en la Plaza de Mayo. El cronista, que no lo era entonces, cree recordar que en la muchedumbre primaron los asistentes no encuadrados (al menos ese día) en una etapa de fuertes encuadramientos.

El presidente pronunció un discurso breve y memorable, que tuvo varios intercambios con la asistencia. De entrada, dejó claro que la multitud “retempla mi espíritu”. Convocó al apoyo activo a su política. Emitió una frase épica pero no del todo voluntarista: “Cuando el pueblo se decide a la lucha, suele ser invencible”. Ese “suele”, borgeano si se quiere, resignifica la expresión y relativiza el determinismo.

Cerró diciendo que llevaba “en mis oídos la más maravillosa música que es, para mí, la palabra del pueblo argentino”. Para quienes aman la retórica populista, sigue sonando imbatible.

Con diarios de lunes muy ulteriores es observable que el hecho quedó casi a mitad exacta de camino entre la Plaza dividida del 1º de mayo y el fallecimiento del líder, el 1º de julio. El vértigo signaba la época, acaso las decisiones,

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Con los años, el cronista que era joven por entonces comenzó a preguntarse si el hombre-dirigente conocía la inminencia de su partida. No podía ignorarla del todo, supone uno sin mayor eminencia, ni podía dejar de negarla un poco.

Con los años también se advierte que su mensaje notable y la política de entonces se encarnizaban en datos reales pero parciales. Que a las polémicas y disputas les faltaba una lectura amplia del contexto político y económico.

Argentina comenzaba a estar rodeada de dictaduras militares, con la chilena como summum y bastión. Era un dato central, no siempre asumido en su cabal dimensión.

Los años excelsos de crecimiento económico ulteriores a 1945 se iban agostando en todo el planeta. Los estados benefactores y la dinámica económica topaban con contradicciones. Más adelante, se hablaría de “los treinta años gloriosos” cifrando en 1975 el fin de una era capitalista única. La amenaza y competencia del socialismo real instigaban a los gobiernos occidentales a conceder más a la intervención estatal, a reconocer derechos de los trabajadores.

Ese declive, quizá, no era perceptible del todo envuelto en el furor de la dinámica cotidiana y en un cierto parroquialismo.

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La desaparición de Perón, la pésima sucesora que eligió, el derrape al desgobierno y la violencia estatal podían hacer suponer el fin del justicialismo como expresión mayoritaria de los sectores populares.

La hipótesis pareció consolidarse con la victoria de Raúl Alfonsín y los primeros movimientos del primer radical que batió al peronismo en elecciones libres. Sin embargo, esa fuerza pudo adaptarse, aun a costa de retrocesos imbancables, y sigue primando en la política argentina.

Acaso sea un misterio, acaso una rareza exclusivamente criolla, por ahí sea sencillo de explicar.

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