Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
Por Mario Wainfeld
En una profunda y bella columna publicada el lunes 16 en Página/12 Eduardo Grüner explicó que todas las clases en la UBA son públicas, más allá de contingencia de dictarse en las aulas o en la calle. Añadía: “Cualquier transeúnte curioso tiene perfecto derecho a entrar a una facultad y escuchar una clase que le interese, sin necesidad de estar ‘inscripto’ en carrera o materia alguna. Desde ya, casi nadie lo hace. Muchos no lo harán porque en efecto no les interesa, y no tienen por qué hacerlo. Pero otros muchos no lo saben, o aun sabiéndolo no se animan. La sociedad de clases levanta barreras culturales invisibles pero infranqueables ante la conciencia de aquellos/as que presuponen que no ‘pertenecen’ a esos espacios”.
La reflexión me evocó una historia que conocí cuando la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció el lanzamiento de “Progresar”. Es un programa de ingresos sujeto a condicionalidades, dirigido a jóvenes de entre 18 y 24 años que trabajan de modo informal o están desempleados y tienen bajos ingresos. El objetivo es posibilitarles mediante una mensualidad garantizada que completen estudios o capacitarse para oficios.
Un militante social bonaerense me contaba entonces que se empeñó en convencer a jóvenes humildes para pidieran ser beneficiarios de Progresar. Vari@s le contestaron que les interesaba ir a la universidad pero que no podrían hacerlo porque cualquiera les quedaba lejos de sus barrios. Caro y difícil “llegar”, acceder. Se trataba de pibas y pibes platenses que moraban a pocas cuadras o kilómetros de una Universidad tradicional. No la “registraban”, se interponía la barrera que menciona Grüner.
Muchos la franquearon, impulsados por la iniciativa estatal. Se inscribieron en definitiva y van avanzando.
En igual sentido discurre el Programa Fines, creado desde el ministerio de Educación, para la terminación de estudios secundarios.
Cientos de miles de argentinos se valieron y valen de esas herramientas para capacitarse, educarse. En sustancia, para ejercer un derecho constitucional.
Cuando el fenómeno es masivo, rebalsa la condición de “historia de vida”. Constituye un ascenso colectivo, una mejora social en la calidad de vida, en el patrimonio, en la autoestima.
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Los debates sobre las Universidades o la educación pública en general incurren en dicotomías binarias, capciosas. “Aplazos sí versus aplazos no”. O “inclusión versus calidad”, entre ellas.
Las disyuntivas son falaces, su consecuencia es simplificar. Y, en el extremo, desmerecer.
Este cronista no es quién para disfrazarse de académico o educador. Pero, como cualquiera, sabe que la repitencia, el ausentismo o el abandono en las secundarias son demasiado altos. O que las cifras de inversión educativa (aumentadas sensiblemente durante los mandatos kirchneristas) no aseguran desempeños o resultados valiosos.
Añadamos que el derecho a estudiar no se perfecciona con participar de la comunidad universitaria. Supone la perspectiva de avanzar en los estudios, de poder trabajar dignamente en la profesión que se eligió.
Las universidades del conurbano, cercanas física y culturalmente a sus alumnos, elevaron el piso del sistema educativo.
Hablamos de derechos y de brega contra la desigualdad social. Ningún estadio es ideal ni debe ser pétreo. Lo conseguido es un peldaño a superar, siempre.
La multitud que marcha en defensa de la educación pública no defiende las carencias o limitaciones del sistema. Se demanda no es conservadora, sino reivindicativa. Defienden conquistas, cuya esencia es ir por más, trascender el presente, avanzar.
Lo público, lo masivo no confrontan con la calidad, la elevación del sistema. Sus antagonistas (ideológicos o políticos) son los individualistas, los privatistas, los celosos custodios de las barreras sociales o culturales.
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