SOCIEDAD › EX PRESOS POLITICOS DE LA DICTADURA RECORRIERON LA CARCEL
Caseros, memoria de la represión
Un grupo de ex detenidos volvió al lugar donde estuvieron presos hasta 1983. Algunos fueron con sus hijos y se llevaron escombros de lo que fue su “Muro de Berlín”. Piden un espacio para homenajear allí a dos de sus compañeros, que se suicidaron en su celda.
“Yo no podía ni siquiera pasar por la puerta de la cárcel de Caseros. Pero quería sacarme esa carga que tuve siempre. Y ahora, estando acá, empiezan a aflorar los recuerdos. Aquí adentro vi por primera vez a mi hijo junto con mi mujer”, cuenta Hugo Borgert, mientras señala el lugar donde funcionaba el locutorio de la cárcel, donde los presos hablaban, vidrio y teléfono de por medio, con las visitas. Hugo es uno de los tantos ex presos políticos de la dictadura que fueron trasladados a Caseros desde otras cárceles, para la inauguración, en 1979, de ese imponente edificio gris de 22 pisos, que ahora aguarda su demolición. Un grupo de ellos se reunió esta semana para recorrer las ruinas abandonadas del penal, en el corazón de Parque de los Patricios, antes de que se conviertan en escombros. “Queríamos cerrar parte de esa historia”, coinciden, dos décadas después de haber cruzado la puerta de salida.
El grupo también quiere destinar un lugar, después de la demolición, para recordar a dos de sus compañeros de celda, Jorge Toledo y Eduardo Schiavone, quienes se suicidaron durante su cautiverio. “Esta era una fábrica de locos”, resume José Kondratzky, uno de los ex detenidos, mientras recorre uno de los pisos junto a Página/12, que los acompañó en la visita. “Nunca daba el sol en la cárcel. Pasamos allí casi todo el día encerrados y ni siquiera nos dejaban comunicarnos. Encima, estábamos solos en cada una de las celdas”, relata Ernesto Muro, otro de los ex presos políticos, que ahora está a cargo de la dependencia del gobierno porteño que lleva adelante el proceso de demolición. “Aprendimos el código Morse para poder comunicarnos de una celda a otra”, recuerda Augusto Saro, otro integrante del grupo.
El edificio fue inaugurado en abril 1979. La mayoría de los presos fue trasladada ese mismo año a Caseros, cuando se avecinaba la visita a la Argentina de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos de la OEA, cuyo itinerario incluía un recorrido por esa unidad penal. El régimen de Jorge Rafael Videla quería dar una imagen de que las condiciones de detención de los presos políticos eran dignas, por lo que trasladó presos desde varias cárceles del interior a ese lugar. “Construida con criterio científico, la nueva es modelo ideal para corregir a los que delinquen y constituye un testimonio explícito de la fe en el hombre –dijo en ese momento el dictador–. Y con esta inauguración, la Argentina demuestra su fidelidad con una tradición jurídica y política orientada hacia la consolidación de los derechos y garantías individuales.”
Lo cierto es que cada celda era una conejera de 1,80 por 2 metros, con sólo una cama, un armario, un inodoro y mesada de chapa, en la que apenas podían subsistir los recluidos. Los presos políticos, ubicados desde el piso 13 al 17, estaban aislados del resto de los reclusos comunes. “Los de la Comisión Interamericana pasaron caminando por los pasillos de las celdas, pero no nos dijeron nada. Apenas hablaron con algunos de los familiares”, relata ahora Borgert.
El encierro dentro del presidio llevó a dos de sus compañeros a quitarse la vida. “Nosotros nos juntamos ahora porque queríamos volver a la cárcel antes de su demolición, pero además, nuestra intención es crear un espacio para rendirles homenaje a Jorge Toledo y Eduardo Schiavone”, dice Kondratzky. Ambos se ahorcaron en su celda, con sábanas, a principios de los ‘80. El espacio en su memoria se instalaría en un sector del predio que quedará a partir de la demolición de la cárcel.
Traslados de terror
Cuando llegó la hora del traslado, en 1979, el miedo invadió a los reclusos. “No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar, ni por qué nos llevaban allí. Yo estaba junto con otros compañeros en Coronda, totalmente aislado, no sabíamos lo que pasaba afuera. Nos habían ido quitando el contacto con el exterior. Primero no nos dejaban tener los diarios ni revistas y llegaron hasta a no darnos papel para escribir a nuestros familiares. Teníamos que sacar el carbón de las pilas y tomar el papel de los cigarrillos para escribir”, cuenta Saro. Dentro de aquel mundo de aislamiento, los prisioneros pensaban que “todavía era posible cambiar el mundo”. “Pero cuando llegamos a Buenos Aires nos dimos cuenta de que nuestras ilusiones de alcanzar nuevos cambios se caían a pedazos”, añade Saro.
La sensación para cada uno, durante la recorrida, es diversa. Algunos, desde hacía tiempo, tenían ganas de entrar nuevamente al lugar donde estuvieron cautivos, sin poder ver el sol durante años. “Es una manera de validar una parte de nuestras vidas y cerrar esa historia”, explica Borgert. Otros, sin embargo, no estaban muy convencidos de reencontrarse con esa parte del pasado: “Este era un depósito de sobrevivientes. Estábamos 23 horas encerrados y nos daban de comer la peor porquería. Lo peor era a la noche, cuando los mismos guardias golpeaban las rejas constantemente para no dejarnos dormir. Pero también eran horribles los cambios que sufríamos por la mala comida y por no estar en contacto con el sol. Se nos rasgaba la piel y empezábamos a tener problemas en los ojos y, a algunos, hasta se les caían los dientes. Nos mantenía el hecho de manejarnos en grupo”, recuerda Pablo Videla, otro de los ex presos, mientras recorre el lugar junto a su hijo y no deja de sacar fotos a su alrededor.
“La reacción al entrar es rara, no es fácil de explicar. Porque el paso del tiempo da una dimensión distinta de las cosas”, detalla Saro. Es que para la mayoría, la sensación que tuvieron durante todos estos años es que todo era más grande. “Tal vez es la necesidad de ver todo un poco mejor de lo que en realidad había sido”, dice uno de ellos.
Las escaleras que llevan a los pisos superiores todavía guardan la oscuridad de aquellos tiempos, pese a que muchas de las instalaciones están desmanteladas, preparadas para la implosión que hará desaparecer el monstruo de cemento, posiblemente en diciembre. Pero los ex detenidos no dejan pasar la oportunidad: aprovecharon para llevarse algunos escombros, como una suerte de souvenir. “Me llevo mi propio Muro de Berlín”, ironiza Muro, uno de los primeros en recoger las piedras. Con la misma intención, los otros integrantes del grupo empezaron a partir a golpes los pequeños bancos de los locutorios, que aún quedan en pie, para llevarse una parte de ellos.
A medida que suben los pisos del edificio, los recuerdos se multiplican. Las imágenes amargas del cautiverio se quiebran a veces con alguna carcajada. Es que muchos de esos recuerdos se convirtieron en anécdotas, algunas desplegadas en el libro Del otro lado de la mirilla, escrito por el grupo de detenidos que estuvo también en la cárcel de Coronda. “Hubo algo que me quedó intacto. A nosotros, los familiares nos podían traer ropa. Y en una camisa que había traído la esposa a Hugo (Borgert) había colocado un papelito prolijamente plegado en el lugar donde iba la ballenita, que decía ‘Nació Pablo’. Los gritos de alegría de Hugo se escucharon en todo el pasillo de la cárcel”, recuerda Saro.
En el grupo hay ex militantes de distintas agrupaciones. La mayoría de ellos fueron detenidos antes del golpe militar, lo que los salvó de figurar en la listas de los desaparecidos. “Quizá por eso zafamos de ir a un lugar peor, a un centro clandestino, por ejemplo. Es que en cada distrito, los militares tenían su manera de manejarse. Nosotros la pasamos mal e incluso había golpizas en algunos casos, pero hubo otros compañeros que la pasaron mucho peor”, admite Kondratzky. Víctimas de un campo de concentración legal, recuperaron la libertad después de diciembre de 1983.
Informe: Maricel Seeger.