Domingo, 9 de septiembre de 2007 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Es un parque. Un espacio que se recorta en el espacio y recupera en esa interioridad un sentido. Lo recupera porque ese sentido suele extraviarse, perderse en las zonas protectoras del olvido. Es un parque contra el olvido. Una sociedad vacila –siempre– entre la memoria y el olvido. Sobre todo si el terror la hirió y de esa herida quiere salir. Del terror que nos reclama desde el pasado se sale mal y se sale bien. Mal, cuando la sociedad elige olvidar, hundir en algún recoveco de la conciencia todo cuanto reniega, eso de lo que no quiere hacerse cargo. Lo que se olvida pasa a segundo o a tercer término. O no tiene término: cae en un socavón oscuro que, algunos suelen llamar inconsciente colectivo. El olvido es –sin embargo– persistente. Todo lo negado persiste en la conciencia, persevera. Lo negado engendra peste. Una patología devastadora que enferma a los pueblos. Hay una frase que se utiliza en estos casos y dice que los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. La frase exige a los pueblos recordar lo malo para no sufrirlo otra vez. Es una frase-advertencia. Pero los pueblos no creen en las advertencias. Las advertencias advierten sobre el futuro y los pueblos –que son las personas, cada uno de los desvalidos seres que habitan este cascote que llamamos “mundo”– quieren habitar el presente, dado que el pasado quieren olvidarlo y el futuro los asusta. Nada más cómodo que olvidar. Hagamos una prueba. Usted, que lee estas líneas, no sabe aún de qué tratan. Supongamos que ahora, sin aviso ni preparación previa, yo le arrojo una cita de un libro de Pilar Calveiro: “Muchos militantes murieron por efecto de la ‘pastilla’. Sin embargo, ya en 1977, el personal de algunos campos sabía cómo neutralizar el efecto del cianuro y podía revivir a una persona ‘empastillada’. Obviamente pasaba del médico al torturador; sacar a alguien del envenenamiento ya había insumido un tiempo importante, por lo que la tortura se ‘debía’ aplicar de inmediato e intensivamente para obtener información” (Pilar Calveiro, Política y violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años ’70, Norma, Buenos Aires, 2006, p. 181). Algunos dirán: yo no quería saber esto. Otros: si leo este diario me lo tengo que bancar. Otros: yo no leo más, bastante tengo con mis problemas de hoy. Aun el mejor intencionado, el más abierto a los temas de los derechos humanos sentirá un horror inocultable: ¿no bastaba con tomar “la pastilla” para salvarse del horror de la tortura? No. La búsqueda de información (a la que, recuperando la instrumentalidad, la racionalidad del terror nazi, se llamó acción “de inteligencia”) bloqueó esa salida al militante (armado o no, clandestino o de superficie) que buscara ese último refugio: morir. Hubo médicos que estudiaron cómo limpiar a los “empastillados”. Porque para esa tarea se necesita a un médico. Un médico certero, eficaz. Que no estudió para eso pero que ahora pone ese saber al servicio de la búsqueda de información. “Tráiganlo, póngalo ahí, lo limpio y se los entrego.” Acaso con cierto alivio habíamos pensado que para muchos la pastilla entregó la posibilidad de eludir el tormento. Tal vez usted, que lee este horror desatinado que me permito arrojarle, tenía un amigo y le dijeron que había tomado la pastilla. Ahora no sabe si el saber del terror planificado e instrumental lo limpió y lo entregó a los torturadores. Seguramente no tolera imaginar (porque es inimaginable) el padecimiento de un ser que despierta y descubre que no, que no murió, que su pastilla fue conjurada y que le espera todavía lo peor.
Así murieron muchos. Y tenemos la obligación de recordar ese horror. No porque si lo recordamos no volverá a repetirse sino porque recordarlo es aún nuestra posibilidad de habitar sanamente en este país y hasta en este mundo. Una moral es posible: la de no olvidar el horror y la de pensarlo sin claudicaciones. El Estado argentino llegó a los extremos de la abyección para pelear una “guerra” que consideró parte de otra: la de Occidente contra el comunismo, la “Guerra Fría”. Esa guerra fue “fría” entre las potencias que encarnaban cada uno de los dos bloques. Pero fue caliente en los países del Tercer Mundo: en Vietnam y en América latina. Aquí, en el patio trasero del Imperio, había que aniquilar cualquier foco de resistencia. Otra Cuba, jamás. De este modo, “ni el socialismo democrático de Allende, ni un peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados, ni la alianza política de la izquierda uruguaya con fuerte presencia del comunismo, a pesar de sus diferencias ostensibles, resultaban ‘tolerables’ para un proyecto de apertura y penetración profunda de las economías, las sociedades y los sistemas políticos que no admitía freno ni contraparte” (ibid., p. 189). Ese “peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados” (que se identificaban también como peronistas o como trotskistas) fue el masacrado en los campos de la dictadura. Su suerte ha sido tan turbia que –además de morir tan malamente– todavía es cuestionado por una izquierda “anti-populista” o “social-demócrata” que jamás inquietó al Estado desaparecedor y que pudo permanecer casi intocada. Algunos demoran demasiado en entender la explosividad que esa mezcla de marxismo, populismo, nacionalismo hegeliano, “negrada peronista” y hasta ese líder, Perón, que siempre se le atragantó a los Estados Unidos (hiciera o no “buena letra”) representaba para los sectores dominantes de la Argentina y para el Imperio transnacional, el que dio la orden para la matanza por medio de su más eficiente y vigoroso criminal de guerra, Henry Kissinger: “Mátenlos, pero que sea antes de Navidad”.
Ahora camino por el Parque de la Memoria junto a Marcelo Brodsky, que empuja el proyecto desde la Asociación Civil Buena Memoria. Es la mañana de un sábado y el río perdió la línea del horizonte porque una niebla intempestiva lo sofoca. Raro, pensamos. Cuando salimos desde el centro de la ciudad hacia la costa del Río de la Plata el sol nos sorprendió y hasta nos dijimos que al fin aflojaba este invierno duro. Aquí, en la costa, no. Está húmedo y el río se ve gris y la niebla semeja –lo sé: es una metáfora previsible, pero no la puedo evitar porque así ocurrió, porque la realidad es, a veces, evidente, lineal pero siempre temible pues revela lo oculto por ausencia o por presencia excesiva– un sudario, una mortaja: ahí los tiraron, algunos ya estaban muertos; otros, demasiados, no. El Parque de la Memoria exhibe, para quienes entren en él, para quienes quieran recordar, el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado. Son unos muros largos con nombres, nombres, tantos nombres como infinito fue el terror. Uno no puede evitar estremecerse por las edades de las víctimas: veinte años, dieciséis, veinticinco, dieciocho, veintitrés, catorce. Hay, también, “veteranos”, “hombres de edad”: treinta y dos años, veintinueve, treinta y uno, treinta y tres. Los torturaron, los mataron y los tiraron a ese río en que el monumento desemboca con una coherencia escalofriante: cuando terminamos de leer los nombres (que están ordenados por años: los desaparecidos en el setenta y cinco, en el setenta y seis, en el setenta y siete y así hasta el ochenta y tres) estamos, nosotros, frente al río.
Alguien se acerca a Marcelo. No sé quién es. Juro que no lo conozco, pero pareciera pertenecer a los que han participado en el proyecto. O no: por lo que pregunta, digo. Porque su pregunta dice: “No sabía que iban a estar también los nombres de los muertos en combate”. Marcelo no duda: “Por supuesto”, dice. Marcelo tiene un hermano desaparecido. No “en combate”, pero sí “desaparecido”. Como todos. Porque todos están desaparecidos. Porque no hay desaparecidos buenos y desaparecidos malos. No hay desaparecidos “inocentes” y desaparecidos “culpables”. El monumento no es para los que desaparecieron aunque “no tenían nada que ver”. O sólo eran “inocentes perejiles”. El Monumento es para las Víctimas del Terrorismo de Estado. Es, también (seamos rotundamente claros), para Roberto Santucho, que organizó el nefasto ataque a Monte Chingolo y le hizo más fácil todavía el golpe a Videla además de llevar a la muerte a demasiados militantes que creyeron en su delirante propuesta: organizar el ataque guerrillero más importante desde el asalto al Moncada. Ni yo ni Pilar Calveiro, por ejemplo, tenemos la menor simpatía por Santucho. Hemos tenido enormes y agrias diferencias con los que eligieron los fierros en lugar de la política. Con los que se apartaron para siempre de todo proyecto popular a partir del asesinato alevoso y no confesado de José Rucci. Escribí un largo ensayo contra la violencia y los violentos, los que se escindieron de las bases, los que se sustantivaron en una estrategia ciega y militarista que se extravió a sí misma reproduciendo en su interior el orden militar al que creían oponerse. Pero aquí, hoy, todos, ellos y los otros (insisto: todos) son mis compañeros y los de Marcelo. Porque ninguno merecía morir como murió. Ninguno merecía la muerte por desaparición. Ninguno merecía no ser entregado a sus familiares para que, al menos, pudieran velarlo y enterrarlo como se vela y se entierra a un hijo o a un hermano o a un amigo. No importa el número de muertos que provocó la guerrilla. La derecha de este país se empeña en subir esa cifra como si eso pudiera “empatar” la cuestión. Como si eso pudiera consagrar la teoría que postula la existencia de “dos demonios”: la guerrilla y el poder militar. ¿Quién sabe cuántos murieron en enfrentamientos si los enfrentamientos se fraguaban? ¿Qué “guerra” es la que origina seiscientos u ochocientos muertos de un lado y treinta mil del otro? (“Dos mil de los cuales eran judíos”, como me dicen los dirigentes de la AMIA, que también tendrá su monumento a las víctimas del atentado terrorista que sufrió a manos de un “autor intelectual” que ellos conocen bien y de cómplices de adentro que también conocen y son los mismos que ejercieron el terrorismo de Estado que fue, además, rabiosamente antisemita. Me lo dicen un día viernes mientras, invitado, almuerzo con ellos. “La mayoría de esos jóvenes judíos postulaban que el Estado de Israel es la cuña del imperialismo en Medio Oriente”, les digo con deliberada aspereza. “No importa”, me responden, “eran judíos”.) Pero hay algo que diferencia de modo definitivo a los muertos del Estado terrorista y a los muertos de la militancia de la izquierda peronista, obreros, profesionales, universitarios, guerrilleros, perejiles y familiares, amigos o “tímidos”. Los de un lado (el Estado y el Ejército que impuso el plan neoliberal de Martínez de Hoz o Walter Klein, los socios civiles, abundantes, del terror) pudieron tener a los suyos y velarlos y sepultarlos. Los otros, no. Las víctimas del Estado desaparecedor no están. Se esfumaron, como dijo claramente Videla. Para que nadie los olvide se hace este Parque de la Memoria. Es una herida en la ciudad, un gesto testimonial, valiente, que habrá que cuidar de la injuria de las hienas y visitar asiduamente para estar ahí, cerca de ellos, inocentes todos, porque el que muere sin justicia, sin defensa, sin ley, con su cuerpo escamoteado al amor postrero de los suyos, es inocente, estemos o no de acuerdo con lo que hizo cuando vivía, aunque discutamos hasta el final de nuestras vidas qué estuvo bien, qué estuvo mal. Porque muchos errores sin duda se cometieron para que todo terminara tan mal. Pero esa generación creyó que podía cambiar el mundo, hacerlo mejor, tener ideales y jugarse por ellos. Pocos, hoy, creen en esas enmohecidas vehemencias del pasado.
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