Domingo, 9 de septiembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La insólita situación en Córdoba es un fruto que le cayó al Gobierno del árbol plantado en 2005, cuando definió una estrategia “de no intervención”. El despecho y las razones de Juez. Las broncas de De la Sota.
Por Mario Wainfeld
¿Podía haberse parido un escenario peor para el kirchnerismo en Córdoba? Aun apelando a la fantasía, cuesta inventar uno. Acaso si hubiera ganado el radical Mario Negri, el único contendiente al que el Gobierno no le había puesto ninguna ficha. No sucedió, porque era imposible. Lo que pasó en la última semana, en cambio, era apenas inimaginable.
El Gobierno paga con usura una derivación asombrosa de su táctica electoral, que fuera definida en 2005, tras la arrasadora performance de Cristina Fernández de Kirchner en la provincia de Buenos Aires. En aquel entonces Néstor Kirchner decidió consagrar los dos años siguientes a consolidar sus mayores logros: los resultados económicos, los avances en disminuir la pobreza y el desempleo. Una relativa paz social le era imprescindible, eligió cimentarla en un acuerdo de gobernabilidad con mandatarios y sindicalistas peronistas. La contrapartida que ofreció fue no avanzar políticamente en sus territorios, a diferencia de lo que había hecho en los pagos de Duhalde. Hablamos de un acuerdo no escrito, de conveniencia mutua y de tracto sucesivo. Los gobernadores desistían toda hipótesis de competencia a nivel nacional y, aligerados de un adversario potencial incordiante, quedaban en buena perspectiva para revalidarse.
En tanto, Kirchner blindaba Buenos Aires, acordaba con tirios y troyanos apostando a que Cristina llegara a la presidencia con el núcleo sólido de los votos bonaerenses. Frente a una oposición fragmentada, asentada en la economía real, conservando atributos de liderazgo, Cristina era (es) la favorita en las presidenciales.
Es un lugar común describir al presidente como un político entre muy poderoso y omnipotente. Hay una persona, cuanto menos, que discrepa con esa interpretación. La disidencia parcial tiene su importancia, porque quien la expresa es precisamente el presidente. Acunado en la crisis de 2001, llegado a la Rosada con un raquítico caudal de votos, antecedido por tres colegas que tuvieron que apurar su salida, Kirchner está persuadido de la finitud de todo poder, sobre todo del suyo.
Cerró trato, pues, con un conjunto dirigencial compuesto por personas que, usualmente, no le suscitan confianza ni estima. Renunció a jugadas audaces que no era seguro coronaran exitosamente. Se afincó en el suelo que mejor conoce y mejor siega, el de su gestión, el crecimiento a todo trapo, los aumentos de sueldos y jubilaciones, el boom de producción, exportaciones y consumo.
De ese modo imaginaba llegar sin sobresaltos de fin de gestión, que Cristina ganaría de modo holgado las elecciones de octubre. Con tal de limitar la conflictividad, se conformaba con tener lazos no del todo firmes (tampoco del todo tensos) con la mayoría de los gobernadores. Se exponía deliberadamente al costo de un futuro con Daniel Scioli, Juan Carlos Schiaretti, Hermes Binner y Mauricio Macri como gobernadores opositores actuales o virtuales a futuro. No estaba persuadido de que podía torcer ese rumbo y sí “pagaba” la contraprestación que más le acuciaba.
Pocas cosas salen igual a lo previsto cuando hay muchos actores en juego, ni qué decir en política. Es patente que se empiojó algo ese armado, que Kirchner urdió como el mejor dentro de lo posible, según su lectura. Para ponderar bien la diferencia entre las metas prefijadas y lo logrado habrá que esperar hasta el 28 de octubre.
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Soy cordobés y me gustan los bailes: Hasta el domingo 2 de septiembre, las elecciones provinciales habían arrojado alguna sorpresa. No tantas, acaso sólo dos de fuste: Fabiana Ríos, del ARI, gobernadora de Tierra del Fuego, el alto porcentaje del anunciado ganador en Capital, Mauricio Macri.
Toda profecía electoral es especulativa. Asumiendo esa salvedad, digamos que daba la impresión de que las vicisitudes locales no habían tenido impacto visible en la previsión de voto a Cristina Fernández de Kirchner. Como mínimo, si la hubo no era obvia. Esa regla se quebró en Córdoba, donde el oficialismo quedó de punta con Luis Juez y en plan de sospecha mutua con la dupla Juan Carlos Schiaretti - José Manuel de la Sota. Por razones editoriales, esta nota se entrega antes del horario de cierre de listas y no da cuenta de ellas. Pero sean cuales fueren los postulantes a diputados, el Gobierno ha perdido pie en Córdoba y se quedó sin paladines. Para conocer el estricto costo en votos, nuevamente, habrá que esperar hasta fin del mes que viene. La primera lectura es que algún desagio sufrirá Cristina.
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Soy de la universidad de la alegría y el canto: El entramado kirchnerista regó cien flores, todas aportando algo a Cristina. Jugar a varias puntas ofrece el encanto de asociarse a las ganancias de varios pero implica el peligro de pagar sus desatinos. Eso es lo que va quedando en Córdoba, donde el principal aliado del gobierno nacional es, cuando menos, un gobernador electo bajo sospecha.
Juez, que fue apoyado por una facción del kirchnerismo, despotrica contra el presidente y Cristina. Los dos rivales exigen definiciones drásticas del gobierno nacional, Juez a los gritos, Schiaretti por vías más sigilosas. En algo concuerdan los dos, en tirar la bronca porque el Gobierno puso los huevos en varias canastas, dispositivo que consintieron, intentando sacar tajada.
El Presidente hizo un par de alusiones discursivas al entuerto, bastante sutiles e indirectas para su estilo frontal. Pero su decisión es no injerir en una controversia provincial. Las normas constitucionales le dan la razón, una elección local debe resolverse en el respectivo territorio, por sus autoridades y en base a sus leyes. “Es el federalismo, valor”, diría Bill Clinton.
Por añadidura, Kirchner no podría imponer a ningún litigante una salida no deseada. Ambos le piden que intervenga para desbalancear la situación para su lado. Como se cuenta en el primer párrafo de esta columna, el presidente cree que su poder es limitado y obra en consecuencia.
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Soy cordobés y ando sin documentos: Las elecciones en la Argentina suelen ser razonablemente limpias, creíbles en su resultado y decisivas respecto del futuro rumbo político. Son condiciones que Guillermo O’Donnell considera necesarias (que no suficientes) para vertebrar un sistema democrático. No se afirma que todos los procesos electorales han sido irreprochables, se describe un sesgo general, especialmente en el nivel nacional y en las provincias más grandes. Los acontecimientos de Córdoba interfieren esa línea, lo que los constituye como un precedente grave.
Las encuestas de opinión que manejan los gobiernos nacional y provincial reflejan un escepticismo aplastante de la población, casi nadie cree en los resultados difundidos. Huelga decirlo, los incrédulos exceden por mucho al universo de votantes de Juez.
El escrutinio del domingo alimentó las dudas. Las demoras en la información, la asombrosa secuencia de los guarismos, la inutilidad de la jueza electoral, la ausencia de autoridades del Correo para dar explicaciones confluyen en un mismo sentido.
Schiaretti agregó su parte. Su discurso es la sumisión a los certificados electorales. Pero se anunció vencedor el domingo instantes después de las seis de la tarde con una luz del siete por ciento, sin una sola urna escrutada. Perseverante, repitió el augurio dos veces más en la noche del domingo y la madrugada del lunes, aunque por márgenes cada vez más estrechos (pero superiores al que arrojó el escrutinio provisional). En cada irrupción entrelazó sus manos con su compañero de fórmula, Pichi Campana, una liturgia que tiene sus bemoles dada la abismal diferencia de talla entrambos. Apuradísimo por cerrar el asunto, prepotente en sus presentaciones, Schiaretti fue cualquier cosa menos prudente y creíble.
No hay ninguna explicación edificante que justifique por qué se tardaron tanto los cómputos, por qué se gotearon como se gotearon. Según pasaron los días, se fueron adicionando irregularidades. Parajes donde la cantidad de urnas escrutadas excedió las disponibles. Una diferencia sideral entre la sumatoria de votos a gobernador y a otros cargos siendo que esas sumatorias deberían ser iguales pues deben adicionarse los votos positivos y los emitidos en blanco.
Hay otro vicio, de carácter general, que lastima la transparencia del escrutinio. El sistema electoral se pergeña previendo una serie de controles ulteriores: se hacen las cuentas en las mesas electorales, se firman planillas idénticas que siguen distintos caminos. La posibilidad de rechequearlas es el puntal de su credibilidad. Esas verificaciones son inviables en Córdoba porque el centro de cómputos no suministró resultados mesa por mesa, localidad por localidad, cargo por cargo, sino números generales refractarios a un cotejo serio.
Nadie puede afirmar a esta altura que hubo fraude decisivo, pero al tiempo nadie puede postular que hubo un comicio limpio.
La justicia electoral tiene como finalidad suprema garantizar el respeto a la voluntad popular. Las formas rituales y los procedimientos se estipulan con esa finalidad, no para obstaculizarla. El escrutinio definitivo transcurre lentamente, muchas mesas son impugnadas y serán abiertas. No es imposible que ese recaudo sea suficiente para demostrar fraude. Es muy difícil que alcance para disipar las sospechas.
Una situación excepcional amerita respuestas institucionales únicas. El recuento voto por voto es una necesidad política de primera magnitud. Es un trámite engorroso e inusual, pero la necesidad es superior.
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Tengo el acento de Córdoba capital: Hace mucho tiempo que no emerge un político del nivel alcanzado por Juez que se exprese de manera tan popular y coloquial. Algunos pueden acusarlo de ser un bromista compulsivo. Puede ser, lo que merece una contextualización, así son a menudo los cordobeses. Y además, el hombre habla fácil y divertido, como para que se le entienda.
Se ha validado en la ciudad que gobierna, que lo relegitimó masivamente. Y, ya se dijo, este cronista piensa le asiste razón en lo esencial de sus protestas. Para completar el cuadro, es justo añadir que no las tiene todas consigo. Sus denuncias podrían haber sido más consistentes, si hubiera aportado datos propios, surgidos de los certificados que tienen sus fiscales. Y su maratón por los medios quizá lo indujo a la sobreexposición y a doblar demasiado sus posturas. Sus promesas de retirarse de la política o de bajarse de las elecciones no son el mejor tributo a los cordobeses que lo votaron y al sistema político que necesita algo más que renunciantes o denunciantes. Testigos confiables, del propio juecismo, comentan que el intendente electo de Córdoba Daniel Giacomino quiere ir abreviando la etapa de las denuncias y el aislamiento. Su anhelo, verosímil y sensato, es asumir cuando le quepa, cumpliendo el mandato de los que lo votaron y no transformar su reclamo en una retirada.
Juez ha planteado bien su caso, viene prevaleciendo por goleada ante la opinión pública, le cabe un desafío superior que es ver cómo sigue y no como hace mutis (o como amaga hacer mutis).
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Y lo tomo sin soda porque así pega más: José Manuel de la Sota aborrece a Kirchner, por lo menos, desde 2003. El cordobés fue prospecto de presidenciable del duhaldismo antes que el patagónico. De ese trance le viene su fecunda relación con Aníbal Fernández, uno de sus sostenedores en la carpa del ex presidente. En algún momento se concluyó que “no medía” o “no movía el amperímetro” (las jergas profesionales aluden a pocos temas, por eso proliferan en sinónimos). De la Sota siempre creyó que eso era un rebusque, que existió quien le serruchó el piso dentro del duhaldismo. Un dato epocal favorece sus recelos: Kirchner mismo medía poquísimo, era difícil que estremeciera el amperímetro.
Kirchner le tiene ojeriza por razones político-ideológicas. Desde 2005, ya se comentó, confluyeron. No los unió el amor, sino el deseo. Algo se interpuso en ese matrimonio de conveniencia, aunque ahora se hable de amor y buenas ondas.
Trascendiendo esos devaneos, el kirchnerismo sigue creyendo que ganará en primera vuelta. Aun si se cumpliera ese vaticinio, su esquema de gobernabilidad hasta 2009 será más complicado, menos aquiescente. Y el mapa electoral de 2009 será mucho más exigente que el de hoy.
Queda más de un mes para las elecciones generales en un sistema político siempre abierto a la aventura.
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