Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
Después de tres gobiernos liberales, Nicaragua atraviesa una emergencia social tan grave como la que impulsó la última revolución en Latinoamérica y el derrocamiento del dictador Somoza.
Por M. L. C.
Hace 27 años la esperanza se instalaba en Nicaragua. La última gran revolución de América latina triunfaba en un país pequeño, pobre y olvidado. La Nicaragua de hoy se parece mucho a la que quisieron cambiar los sandinistas.
Es verdad que hoy los nicaragüenses viven en democracia y no en una dictadura, como en la época de Anastasio Somoza. Sin embargo, la abismal brecha social que divide el país en dos –uno con posibilidades, trabajo y riqueza, y otro en el que la gran mayoría intenta sobrevivir en medio de la pobreza– sigue tan patente como a finales de los ’70. Los números hablan por sí solos. Se estima que entre el 60 y el 80 por ciento de la población está inmersa en la pobreza. En casi la mitad del país hay problemas de desnutrición y, entre los niños, el índice alcanza al 27 por ciento. Todo este panorama tiene su raíz en la falta de trabajo. Más del 50 por ciento de los nicaragüenses no tiene un trabajo fijo. La gran mayoría vive de changas y otros sólo consiguen trabajos de medio tiempo, que no les alcanzan para cubrir sus necesidades básicas.
Sin recursos ni trabajo ni posibilidades, esta mayoría subsiste gracias a las remesas que envían sus familiares desde el exterior, principalmente desde Estados Unidos y Costa Rica. Contando con estas remesas, los gobiernos se han permitido desentenderse del problema social. Pero la inacción estatal parece haber ido demasiado lejos. Ya no puede asegurar los servicios más básicos. En el campo ya son más los que no tienen agua ni energía ni educación. En la ciudad, en tanto, la situación no es menos caótica. Desde hace ya varios meses la luz se corta de cuatro a doce horas todos los días. El país sufre un constante déficit energético y los gobiernos no han hecho nada para empezar a solucionarlo.
Como tampoco hacen nada para frenar los paros del transporte, que todas las semanas irrumpen y se adueñan de las calles de Managua, pidiendo más subsidios para enfrentar los aumentos incesantes en los combustibles. Tanto la energía eléctrica como los combustibles son un problema estructural para el país. Nicaragua depende casi totalmente del petróleo del extranjero y, por eso, está condenada a ser rehén de los vaivenes de los precios mundiales. Pero los gobiernos sí han trabajado para asegurarse una buena relación con los organismos de crédito internacionales. Managua es considerado por el FMI como uno de los mejores alumnos en América latina.
Para los nicaragüenses, sin embargo, lo peor no es que miren para el otro lado mientras la mayoría del país se hunde, sino que roben y mientan. En esta última campaña electoral todos –sandinistas y liberales, pobres y ricos– pedían honestidad. La falta de credibilidad en los políticos se convirtió en uno de los principales ejes de esta campaña y seguramente tendrá un peso significativo en el resultado de las elecciones de hoy.
Pobreza, desempleo y analfabetismo. Todos estos problemas estuvieron presentes en la campaña. Los candidatos prefirieron buscar las causas antes que las soluciones. Los liberales le echaron la culpa a la Revolución Sandinista y a la crisis económica que dejó en 1990, al perder en las urnas. Los sandinistas le cargaron la responsabilidad a Estados Unidos por financiar y organizar a los contrarrevolucionarios, extendiendo durante casi diez años una guerra que dejó 50 mil muertos y una situación económica imposible. En las últimas tres elecciones para presidente, los nicaragüenses optaron por la primera explicación. Pero lo cierto es que 16 años y tres gobiernos liberales han pasado, y todavía nada ha cambiado. Incluso algunos problemas han empeorado.
La revolución había bajado el analfabetismo del 44 al 12 por ciento; había porducido una reforma agraria y había estatizado centros clave de producción. Pero en la transferencia de ingresos de la plutocracia al proletariado una fortuna en propiedades quedó en poder de algunos funcionarios sandinistas. El escándalo fue llamado “la piñata”. La piñata y el desgaste de la guerra con los contras le costaron a Ortega las elecicones de 1990.
Ya no hay dictadura, pero hay una pequeña minoría que goza mientras todos los demás padecen. Ya no hay dictadura, pero los derechos más básicos como la educación y el trabajo se están convirtiendo en privilegios. Veintisiete años después de la Revolución Sandinista, las palabras miseria y desigualdad vuelven a definir a Nicaragua.
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