Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
Por H. V.
Juan D. Perón había regresado al país en triunfo luego de un interminable exilio. Juan Jaime Cesio era el secretario político de un Ejército que trataba de reubicarse en un panorama que nadie había previsto. Lo colocó ahí Jorge Carcagno, el general de división más joven, que el presidente Héctor Cámpora promovió a la comandancia para limpiar la cúpula que le dejó Alejandro Lanusse.
Perón venía de Madrid y Cesio de París, donde aprovechó sus años de agregado militar para graduarse en La Sorbona y asistir deslumbrado al alzamiento juvenil de 1968, el mismo que infundió a Perón su idea del trasvasamiento generacional. Carcagno en cambio había sido el jefe de las tropas que apagaron a tiros los fuegos del cordobazo. Cesio lo convenció de adelantarse a la decisión política del Congreso y devolverle a Perón el grado y uniforme militar que un tribunal de honor le habían quitado después de la revancha clasista de 1955. Carcagno lo explicó con sus propias palabras en su visita a la casa de Gaspar Campos: “Mi general. Lo necesito en el Ejército para quitárselo como bandera a la guerrilla”.
Cesio redactó los dos discursos que Carcagno leyó en su corta gestión. En mayo de 1973 dijo que se abría la etapa “del imperio de la Constitución” y “el reconocimiento de que el pueblo es el único depositario de la soberanía”. Así el Ejército “honrará sus armas y contribuirá a la unión de los argentinos”. Entre el legado de virtudes recibidas mencionó “el respeto por la persona humana” y admitió que pudieran existir convicciones distintas y “tan válidas como las nuestras”. En setiembre, durante la Conferencia de Ejércitos de Caracas, denunció a las transnacionales y el endeudamiento externo como los principales enemigos de los pueblos, contradiciendo el discurso de la Seguridad Nacional. Cesio también promovió el acercamiento castrense con la Juventud Peronista y las organizaciones armadas que giraban en la misma órbita, cuyo resultado fue el contraproducente Operativo Dorrego.
El anciano general no simpatizó con el joven coronel porque le hizo recordar su propia historia. Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión creada por su iniciativa Perón había introducido en la escena política a la clase trabajadora, un actor hasta entonces ignorado, a pesar de la intensidad de las luchas de las que había sido protagonista durante décadas. Temió que Cesio intentara repetirlo con la juventud, que había sido el ariete con el que Perón desmoronó la fortaleza de Lanusse. Cuando asumió su tercera presidencia envió al Senado la lista de coroneles que debían ascender. Pero también le dio un papelito a López Rega para que se lo hiciera llegar al senador Humberto Martiarena, con tres nombres que no debían obtener el acuerdo constitucional: Cesio, Etchegoyen y Colombo. Desautorizado, Carcagno pidió el retiro. En lugar de Cesio ocupó la secretaría política del Ejército el futuro dictador Roberto Viola. Perón se había sacado de encima a quien temía pudiera convertirse en un peligroso competidor. Cesio se fue a su casa sin ilusión de revancha.
Perón murió pocos meses después y su momia fue sometida a una peripecia que culminó el 17 de octubre de este año en San Vicente. La travesía del cuerpo viviente de Cesio también fue expresiva, aunque menos ampulosa. El Ejército lo despojó de su grado y uniforme de coronel porque en plena dictadura tuvo el coraje de denunciar la comisión de “delitos aberrantes, como el secuestro, la tortura y el asesinato de miles de personas”. El dictamen descalificatorio dice que privilegió “su condición de ciudadano sobre la de militar”. En su descargo, dijo que no había agraviado a las Fuerzas Armadas, ya que el terrorismo de Estado fue obra de “bandas militares que usurparon el poder público”. Etchegoyen y Colombo fueron ascendidos al terminar la dictadura pero Cesio no. Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde y los generales que durante 23 años condujeron el Ejército, convalidaron ese castigo ejemplarizador. Recién Kirchner reparó el abuso al devolverle el grado y proponer su ascenso a general: “Que en la Argentina no pueda ya decirse que el héroe es condenado y el dictador, con las manos manchadas de sangre, resulta juez. No hemos perdido la capacidad de distinguir el bien del mal, lo que es honorable y lo que no lo es”. La ceremonia en la que el Comandante en Jefe le entregue la réplica del curvo que usó San Martín deberá seguir esperando porque la sablería militar tiene una capacidad de producción limitada y cualquier imprevisto la desconcierta.
El shakespereano gobernador Felipe Solá se sobresalta hasta de su sombra. Alguien le hizo temer que el ataúd que le dejaron estuviera vacío y ordenó abrirlo. Durante la ceremonia se labró con minuciosidad burocrática el inventario de todo lo que depositaron allí el día de la trifulca: un ataúd externo, una caja de vidrio blindado, el cuerpo de Perón con las manos mutiladas vestido con su uniforme de teniente general, una bandera de guerra, una gorra militar y un sable corvo con una inscripción grabada en la hoja que dice “General Juan Jaime Cesio”.
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