Domingo, 6 de abril de 2008 | Hoy
EL PAíS › DESPUES DE LA CONFRONTACION
Durante la sublevación patronal las fuerzas de seguridad no dispararon una bala de plomo ni de goma, no arrojaron una ampolla de gas lacrimógeno, ni dieron un palazo. Apenas forcejearon con sus escudos para despejar algunos puntos estratégicos. El gobierno sólo apeló para manejar la crisis a medios políticos. Esto no había ocurrido nunca antes en la Argentina y no valorarlo es una forma de tomar partido.
Por Horacio Verbitsky
Vi los piquetes empresarios y el acto de la Plaza de Mayo por televisión desde Estados Unidos, donde participé en un seminario sobre los juicios por violaciones a los derechos humanos, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale. Esta aclaración previene al lector sobre la falta de elementos de contexto que ninguna selección editorial de un canal de noticias puede proveer, sobre todo una tan sesgada como la que ha seguido al bloqueo patronal de las ciudades, desde la noche en que una movilera informó que espontánea gente bien vestida, hombres con traje y corbata y mujeres elegantes que no querían confrontar con nadie, había sido corrida de la plaza por una patota.
Al poner el cuerpo en la primera línea de cualquier conflicto los camarógrafos y movileros cumplen una función de gran valor social. Pero la misma importancia de su tarea requeriría criterios más estrictos de selección y formación, mejores sueldos y formas de control editorial posterior, correctivas de las gaffes inevitables como la mencionada. Ellos cuentan como pueden lo que tienen a la vista, pero la redacción central debe organizar luego esa información y darle sentido, exponiendo los antecedentes de aquello en disputa y las distintas posiciones involucradas. Nada de ello ocurre hoy en la Argentina. Por el contrario, la línea editorial transmitida por los comunicadores con mayor experiencia sigue a la joven movilera que creyó asistir a la irrupción de los bárbaros en la polis de los ciudadanos. Tampoco es indiferente dónde se planta una cámara y a quién se le abre el micrófono, porque así se determina la selección de las imágenes y las palabras que llegarán al espectador.
Una de las grandes posibilidades de la transmisión en vivo es el registro completo de una situación, aunque en las repeticiones posteriores se practique una selección que puede recortar su sentido. Se transmitió una y otra vez la desagradable imagen en que el líder de un movimiento social kirchnerista asesta un directo a un piquetero de Gualeguaychú que trastabilla, pero sólo quienes estaban despiertos y mirando en el momento en que ocurría saben que ese hombre lo provocó a lo largo de cien metros con insultos muy agresivos, porque era consciente, como explicó luego, de que la escena se estaba viendo en todo el país y pensó que las cámaras lo protegían. ¿Qué podría esperar un solitario borracho del tablón que a la entrada del Monumental o de la Bombonera se acercara a la hinchada de Boca gritando bosteros putos?
Menos disculpa tiene aún la prensa escrita. El académico Ariel Armony vive desde hace muchos años en Estados Unidos, donde ha realizado una valiosa producción intelectual. Su interesante columna “Lo que nos enseñó D’Elía”, publicada ayer en La Nación vincula el racismo y la injusticia social en la Argentina. Pero da por buena una frase endosada al dirigente kirchnerista, acerca de su voluntad de matar a todos los blancos de Barrio Norte. Hace ya diez días D’Elía distribuyó la grabación del reportaje, en el que se lo oye decir todo lo contrario de lo que le atribuyó la agencia DYN: “la oligarquía no tendría problema en matarnos, como hicieron tantas veces”. Debido a la distancia, es razonable que Armony lo ignore, pero esta disculpa no se aplica a su editor en La Nación, que el 28 de marzo publicó la desmentida.
También tuvo amplio eco la patada que un desconocido le tiró al editor Jorge Fontevecchia y su discusión posterior con la diputada Victoria Donda. No gozó de la misma cobertura la agresión de un grupo de productores de San Genaro al joven José Luis Cesana, a quien le abollaron a sillazos y patadas el auto en el que viajaba con su mujer y sus hijitas de uno y dos años, o al cineasta Santiago Giralt, a quien según Cesana, le destrozaron parte de su equipo en Venado Tuerto. La cobertura informativa tampoco le prestó mucha atención a la tragedia de la joven brasileña aplastada por un ómnibus cuando volvía al camión parado de su compañero y la columna detenida se puso en marcha.
Terminada esta primera fase de la confrontación, que las cámaras patronales amenazan con reanudar dentro de un mes, el análisis mediático ha omitido el hecho más extraordinario de estas tres semanas: las fuerzas de seguridad tuvieron conducción política e instrucciones estrictas y no dispararon una bala de plomo ni de goma, no arrojaron una ampolla de gas lacrimógeno, ni dieron un palazo. Apenas forcejearon con sus escudos para despejar algunos puntos estratégicos, como la entrada del túnel subfluvial. Esto no había ocurrido nunca antes en la Argentina ante semejante desafío y ratifica la línea que Kirchner fijó en el segundo año de su mandato, que lo obligó a despedir al ministro de Justicia, al secretario de Seguridad y al jefe de la Policía Federal que se resistían a esa innovación, porque entendían demasiado bien su carácter transformador y las posibilidades que abría para la expresión libre de la sociedad. “Traigan los rifles”, gritaba el energúmeno de Gualeguaychú, dispuesto a todo para llevarse por delante al ambiguo Eduardo Buzzi, amplificando sus mismas herramientas, del discurso radical y la práctica reaccionaria. Alfredo De Angeli ya había advertido que si “mandan a los gendarmes manden también las ambulancias”. Todo lo contrario. El gobierno decidió enfrentar la peor crisis en años sólo con medios políticos. El diario La Nación sintió que no podía ignorarlo, pero con la generosidad que caracteriza a los intereses que representa lo atribuyó a falta de efectivos para reprimir, lo cual es menos que una verdad a medias: carecía de fuerza para controlar sin reprimir cada piquete, que es algo muy distinto. Por eso eligió concentrarse en ciertos puntos de importancia superior. Si hubiera optado por el camino que prefirieron todos los gobiernos anteriores en la historia argentina, le habría sobrado la fuerza para desalojar cada ruta e impedir que volviera a cortarse. Hubiera podido hacerlo incluso con orden judicial, porque la tentativa de cercar a las ciudades con la amenaza del hambre es un delito grave. No lo hizo, porque privilegió la solución negociada, desde una posición de legitimidad institucional y de fuerza política. Los mismos que no le reconocen hoy esa actitud y prefieren considerarla debilidad, se la reprochan por pasiva cuando la aplica a los piquetes de los desheredados de tierra y trabajo, cuando cortan por unas horas una calle o un puente, sin propósito de desabastecer a nadie, sólo de mostrar que aún sobreviven.
El gobierno nacional no ha hecho gran cosa para conseguir el equilibrio informativo que faltó en un conflicto tan intenso. Por el contrario, con un simple decreto prorrogó por diez años todas las licencias de radio y televisión, lo cual congela un espectro conformado durante la dictadura, el alfonsinismo y la abominada década del ‘90, obstruye la competencia económica y de ideas y así empobrece el debate democrático. La corrección posterior, que permitió la existencia de emisoras representativas de organizaciones sociales y cooperativas y no sólo de intereses económicos, reparó una de las arbitrariedades heredadas, pero se trata de ondas locales que no compensan la concentración de los medios de alcance nacional. En la última semana de su presidencia, Néstor Kirchner no tuvo mejor idea que autorizar la fusión de las dos principales cadenas de televisión por cable, a las que además preserva de la competencia que reclaman las compañías telefónicas, inhibidas de transmitir televisión por Internet.
Durante las tres semanas del conflicto tanto los medios audiovisuales del grupo Clarín como los de Telefónica compitieron en la presentación distorsionada de los hechos, naturalizando el alzamiento de un sector contra la legalidad democrática, como si se tratara de un debate entre dos partes equivalentes. En muchos momentos exhibieron incluso su simpatía por los patrones. Precisar esa diferencia fue el eje del discurso presidencial, en el que, a pesar de la multitud exaltada, CFK habló de conciliación, tolerancia y acuerdo, sin resignar su convicción acerca de la legitimidad, la justicia y el carácter progresivo de las decisiones adoptadas frente a un interés sectorial indiferente al destino colectivo. Su mensaje, sin marcha partidaria, sin la retórica amenazante que usaba Perón cuando hablaba de incendios o de alambre de enfardar, ratifica que el gorilismo y su discurso de odio y desprecio está mucho más vivo que el peronismo, que fue apenas una parte de la plaza.
La tentativa de comparar al gobierno argentino con el venezolano se extingue por falta absoluta de hechos que la avalen. Los gobernantes argentinos no hablan en cadena; sus mensajes son breves, a veces demasiado, lo cual dificulta llegar al fondo de cada cuestión; no han revocado ninguna licencia sino que las han prorrogado; no han sancionado ninguna ley que restrinja la libertad de información como la bolivariana de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (Resorte); no han copado la Corte Suprema de Justicia con adictos sino por el contrario, han designado jueces limpios que ya han puesto límites a la discrecionalidad oficial en la distribución de avisos del Estado, tal como lo reconoció la SIP en su Congreso realizado en Caracas; no han modificado las leyes para endurecer penas por delitos de opinión ni han querellado a un solo periodista en cinco años, a diferencia de lo que era norma en el país. Su mayor pecado en este campo es excluir de la pauta publicitaria estatal a las publicaciones de la editorial Perfil, un despropósito que esos mismos jueces sin duda corregirán.
Pero Cristina incluyó en su discurso una frase imperdonable, sobre el carácter mafioso que atribuyó a una caricatura de Hermenegildo Sábat, donde aparece con una venda en la boca. Dijo que era la ofensiva de los generales multimediáticos, que hoy acompañaban a la Sociedad Rural en lugar de los tanques de 1976. Eso sí que es equivocar el enemigo. La actitud de Kirchner y de Cristina de discutir con los medios y sus periodistas estrella es intrépida y constructiva, porque nadie puede sustraerse al escrutinio de sus opiniones y de sus actos, de su pasado y de los intereses que defiende. Pero rozar con la sombra de una sospecha al gran maestro del periodismo, que desde hace cuarenta años regala excelencia y ética, a una persona exquisita como Menchi Sábat, que cuestionó las peores atrocidades cuando nadie se animaba, es una tontería indigna de quien la cometió. Sábat no es Clarín, como antes no fue La Opinión, ni Primera Plana, ni Atlántida. Es un artista maravilloso y el mejor analista político del país. Su obra admirable requiere de un esfuerzo de interpretación. CFK entendió que era un mensaje para que no dijera algo. Pero, ¿por qué dar por sentado que el autor del mensaje es Menchi y no que, gracias a su impresionante sensibilidad para detectar corrientes profundas de la sociedad, interpretó con ese dibujo la intolerancia de las patronales rebeldes, que intenta silenciar a quien apenas lleva cien días de gobierno? La obra de un gran artista no es obvia ni unívoca. En cualquier caso, Sábat tiene derecho a opinar lo que quiera sin que nadie ponga en duda que lo hace de buena fe, como cada acto de su vida, de trabajador austero y obsesivo. Por eso, éste sí es un mensaje mafioso. Los admiradores incondicionales del Maestro decimos: “No se metan con el Menchi”.
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