18:30 › LOS DATOS REALES DE LA CAÍDA SOCIAL TAL COMO SE VEN EN LAS ESCUELAS DE LA MATANZA

Crónica del chico que se guarda el flancito

Página/12 recorrió escuelas y comedores del distrito más grande de la provincia de Buenos Aires. Los cupos que no alcanzan. Las zapatillas que faltan. El SUBE que baja. Un Bicentenario distinto. El compromiso concreto de maestras y maestros.
Por Martín Granovsky

Los chicos están eufóricos: hoy hay flan. ¡Y con dulce de leche! Miran con ganas los baldes que las dos empleadas del comedor van repartiendo con su rutina perfecta. Extraen el flan de un balde y el dulce de otro y cada cucharón de flan tiene la misma cantidad que otro cucharón de flan. Los chicos comen su porción en alrededor de cinco segundos y se relamen. Salvo uno. Serio, saca un pequeño tupper de la mochila, toma el flan y lo guarda. Uno de los directivos de la escuela justo camina en ese momento por el comedor y ve la escena de reojo. “Seguro está guardando el flan para repartirlo en la casa con los hermanitos”, supone. Y llora.

Está prohibido sacar comida de la escuela. Normas bromatológicas lo impiden.

—¿Qué voy a hacer? ¿Le voy a prohibir que se lleve el flan? –pregunta el directivo.

Es una pregunta retórica, claro, como tantas otras en este día helado de julio en La Matanza. Son las doce y el día sigue fresco. Muy fresco. Las escuelas o no tienen estufas, o tienen dos o tres. En los comedores no hay ninguna. Sin que nadie les haya recomendado no andar en remera los chicos llegan a la escuela abrigados. Polar, campera, bufanda tejida. Y se dejan todo puesto porque hace frío en esos ambientes altos.

Ni los maestros ni los directores ni las directoras que conversaron con Página/12 se pasaron un milímetro de su función. Nadie incurrió en el equivalente simétrico del “Sí se puede” con el que Mauricio Macri arengó a chiquitos de nueve o diez años el último 20 de junio. Pero en muchos y muchas de ellos empieza a cundir el miedo o el cuidado ante posibles represalias. Por eso esta crónica precisa de un pacto con los lectores. Un pacto de credibilidad. Nada de lo que se publica es fruto de la imaginación. Todo fue recogido de relatos u observaciones directas en escuelas de La Matanza, el mayor distrito de la provincia de Buenos Aires, con más de dos millones de habitantes y destino principal de las migraciones internas, sudamericanas o dentro del país. Migraciones constantes, con asentamientos nuevos cada día, que cambian el tablero de necesidades y agigantan la demanda de soluciones. Hay 210 escuelas primarias, 183 secundarias, catorce escuelas técnicas y 19 escuelas especiales. Desde que Carlos Menem decidió atomizar la educación y la salud, todas dependen del Estado bonaerense.

Por ese pacto con los lectores no habrá nombres de personas ni identificación de escuelas que pertenecen a ese universo de escalas chinas o brasileñas.

Es una lástima, porque sería bueno nombrar a esa maestra que después de cuatro horas de clase divierte unos minutos a los chicos para sacudirles algún sopor que les pueda haber quedado.

Maestra: “¿Hoy es un lindo dí...?

Chicos: “¡A!”.

Maestra: “¿La seño es la más lin...?”

Chicos: “¡da!”

Maestra: “¿Y la seño es la más lo...?”

Chicos: “¡ca!”.

Pero mejor no nombrar a la maestra, así nadie la baja del tren educativo.

Tampoco a otra que en un momento de relax pregunta de qué cuadro son. Casi todos gritan Boca. River sale segundo. Racing lejos, con uno. El pizarrón muestra una clase de matemática. La multiplicación se enseña con las seis cuotas de una heladera. En el pizarrón figura con un precio de 6200 pesos.

–La dejamos barata –dice la seño–. Ojalá me pudiera comprar una a ese precio.

—¿En esta clase se venden heladeras sin intereses?

–La matemática no los incluye –sonríe la seño–. Estoy enseñando a dividir y multiplicar por seis.

Las aulas de las escuelas donde van los chicos más vulnerables y vulnerados de La Matanza reflejan trabajo. Mucho trabajo de los alumnos y de los maestros. Las letras tienen carteles con dibujitos de colores. La B es de babero, barrilete o botella. La F, de farol, flor y foca.

En un pizarrón quedó registrado el estudio de los animales. “Todos tienen diferente ropa”, dice el cartel. Aparecen fotos pegadas de una gallina, un león y una víbora. Plumas, pelo, escamas.

El mejor lugar de cada escuela es para los libros. Para que no los ataquen ni la humedad ni las ratas.

Las cocineras, literalmente, multiplican los panes.

Entrar a una escuela es subir varios escalones en organización social, en escucha, en orden creativo, en atención de los derechos de los chicos.

La SUBE

Una de las escuelas atiende a un grupo de madres y padres. Más de ellas que de ellos.

Una tiene un chico en brazos. Habla castellano con acento guaraní.

–Soy paraguaya –dice como si hiciera falta–. Y mi nene es argentino. Como el que llevo adentro y está por venir.

Sentada, disimulaba el embarazo.

Una mujer de rizos morochos dice que no le alcanza para vivir.

–¿No te ayuda la asignación? –le preguntan.

–No la cobro. No pude hacer los documentos de los chicos.

–Mami, tenés que traer los documentos.

–No tengo documentos y me queda lejos para sacarlos. Vendo zapatos que consigo por ahí. Ahora no mucho, porque ya a la gente le sobran menos zapatos. Caminando no llego a atenderme por el asma. Los chicos también tienen asma y no puedo hacerlos caminar. Y no tengo dinero para la SUBE.

La SUBE es un gran tema. El nivel de vida implica gastos tan ajustados que ya no se trata solo de medir la incidencia del transporte en las compras cotidianas. Con las nuevas tarifas dos o tres viajes juntos pasaron a ser un lujo.

El tiempo tiene valor cero. O al revés: es un enorme gasto. El centro sanitario más cercano obliga a estar a las cuatro y media de la mañana para sacar uno de los diez turnos diarios de pediatría.

Un señor describe que vive inundado.

–Estoy allá abajo. El agua del arroyo se mete en la casa y a veces tarda mucho en irse. La humedad que se queda es horrible. Cuando desborda el arroyo, de los pozos del baño sale de todo.

En caso de inundación los grandes se quedan en casa y los chicos van al colegio. Los chicos van para estar abrigados, o por lo menos secos. Los grandes no se van por miedo a que al volver encuentren pelado lo que de por sí ya es ralo en bienes. “Solo vendemos algo en la feria y a veces pasa alguien y con maldad nos saca todo. En la casa sería peor.”

Una señora cuenta de la humedad lo mismo que el señor.

–Yo vivo por allá abajo.

Allá abajo es, también, la cercanía con el arroyo que desborda.

El tono de los que sufren el humedal mezclado con el frío es descriptivo. Sería tentador hablar de resignación. Sin embargo, parece otra cosa. El tono neutro de quien está acostumbrado a vivir así y no quiere cargar las tintas en la queja, tal vez porque debería pasar de la tolerancia a la desesperación y trata de evitar la desesperanza.

Una señora habla con el castellano cuidadoso de los bolivianos.

–Me siento muy mal y les pido ayuda. Mis criaturas están enfermas y yo también. Estoy mal de los pulmones. Tengo los pulmones débiles. Quisiera que viniera a ver donde vivo. Ya no tengo medicamentos, y si los tengo no los puedo tomar porque estoy en ayunas siempre. Y no se pueden tomar medicamentos sin comer antes.

Tampoco tiene asignación. Tampoco tiene DNI. Tampoco tiene para la SUBE.

Arregla con directivos y maestras para llevar sus datos y conseguir la AUH pero su lucha con la Sube es inmediata. Ya mismo necesita una carga porque los problemas pulmonares –quizás la tuberculosis– le impiden caminar.

Una maestra saca dinero del bolsillo y se lo da a la señora para la SUBE.

–Y bueno, nosotros que estamos mejor siempre hacemos así –cuenta.

La maestra que está mejor gana doce mil pesos por mes. Su tono cuando habla del ingreso propio también es neutro, porque aquí no está discutiendo el convenio sino comparando su vida con la de aquella madre. Usa el tono neutro que refleja una costumbre y una naturalidad con ese tipo de situaciones. No hay proclama de heroísmo civil ni de altruísmo. Ninguna pose. Se nota la certeza de que ésa no será la última vez en que una maestra carga la SUBE de una madre.

Locos

El club de barrio está al tope. Mucha gente y pocos autos. El más nuevo es un Fiat Duna color lacre. Unos micros esperan sobre el barrial de entrada, porque viene lloviendo y la arcilla tarda más en secar, unos micros esperan. Cuatro escuelas festejan el bicentenario del 9 de Julio.

–Las cuatro se crearon al mismo tiempo y crecieron juntas –cuenta una de las directoras–. Es un fenómeno lindo porque tienen una identidad fuerte.

A la entrada, hacia la izquierda, madres y padres, y más bien madres, venden empanadas, locro y chipá.

En el estadio del club cientos de chicos revolotean dentro de la formación de cada grado. Cientos de celulares centellean. Fotos, fotos, fotos. Videos. Quienes están aquí no parecen haber viajado a Disney como parte de la fiesta que pintó un economista. Pero los teléfonos fijos ya no existen. Es el tiempo de los celulares con tarjeta y con la suficiente memoria y definición de pantalla como para que padres y madres saquen fotos. Todos parecen haber trabajado fuerte. En el escenario diez chicas vestidas de combatientes de Martín Miguel de Güemes exhiben felices sus vestidos punzó color poncho salteño. Y sus trenzas.

Resuenan fuerte los acordes de un clave. Inconfundible el arreglo de Ariel Ramírez, que también compuso la música de la hermosa poesía escrita por Félix Luna. Arranca Mercedes Sosa: “Juana Azurduy/ flor del Alto Perú./ No hay otro capitán/ más valiente que tú”.

Frente a las chicas de Güemes, diez chicos tienen en su mano un cetro. Golpean en el piso ese bastón que viene de los alcaldes indígenas y sirve para afirmarse en la montaña. Bailan. Las chicas son más sueltas. Los chicos, más pataduras. Como corresponde. Delante del escenario se prepara para subir todo un grado con sombreros de paisano. Y otro grado con gorros de colla que forman una Quebrada de Humahuaca multicolor en La Matanza.

Mercedes Sosa de nuevo: “Truena el cañón/ préstame tu fusil/ porque la revolución/ viene oliendo a jazmín.”

En el escenario un cartel en celeste y blanco dice: “La educación y el conocimiento son la base de la libertad”.

Lee su discurso la directora. “Junto con las actas de la Independencia los congresales de Tucumán redactaron el Manifiesto de Agravios cometidos por el rey y los españoles”, narra. Y cita uno de los agravios: “Desde que los españoles se apoderaron de estos países prefirieron el sistema de asegurar su dominación exterminando, destruyendo y degradando pueblos enteros, quedando sepultados entre las ruinas, pereciendo con el antimonio, bajo el diabólico sistema de mitas”.

La directora no se pierde una módica ironía. “No existía angustia por separarse de España”, dice sin nombrar al Presidente ni a su frase pronunciada en Tucumán ante el emérito rey Juan Carlos de Borbón. “Existía bronca y dolor.” La directora basa su interpretación en una cita de la famosa carta de San Martín al diputado cuyano Tomás Godoy Cruz. “¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener pabellón y cucarda y por último hacer la guerra al soberano de quien hoy se cree que dependemos de ellos? ¿Hasta cuándo esperaremos para declarar nuestra independencia?”.

También cita a Manuel Belgrano: “Somos locos porque pensamos que todos los hombres nacen iguales y libres”.

Conclusión del discurso: “Hoy las escuelas del zonal nos unimos a esa locura manifestada en este Bicentenario. Creemos que las escuelas son legítimamente los espacios de derecho de nuestros chicos. Creemos que las escuelas son los espacios de construcción de conocimiento y no de reproducción de mérito individualista. Creemos que la escuela es un espacio donde se articulan demandas sociales dando lugar a toda la comunidad para lograr mejoras en nuestros barrios. Creemos en vos, docente, profe, familia, y sobre todo creemos en nuestros chicos”.

Caída rápida

Silvina Gvirtz es secretaria de Ciencia, Tecnología y Políticas Educativas de La Matanza. Depende de la intendenta Verónica Magario, la continuadora de Fernando Espinoza. Después de una larga experiencia en investigación académica, de haber dirigido el Plan Conectar Igualdad a nivel nacional y de haber trabajado poco más de un año como encargada provincial de educación, dice estar contenta con este puesto que supone un mayor compromiso territorial.

“Lo que cambió este año es que hay más chicos con necesidades”, le dice a Página/12. “Es verdad que el Estado provincial subió el valor del cupo de almuerzo a 12,90 pesos. Pero las escuelas que antes tenían en un comedor 320 chicos hoy tienen 500. Aumentó la cantidad porque de nuevo tratan de comer en la escuela antes de irse a su casa. O sea que los docentes les dan de comer a 500 con 320 cupos. Y hacen bien, porque no le van a decir a un chico que no se siente a la mesa.”

Según Gvirtz el problema es la combinación de factores negativos y su concentración en tan poco tiempo. “Hay nuevos desempleados, formales e informales, registrados y de changas. Los que tenían empleo formal no estaban dentro de la Asignación Universal por Hijo. A su vez el gobierno actual aumentó el valor de la AUH pero menos que la inflación. En proporción subió más la comida. Lo mismo pasó con los medicamentos. Y los que conservaron el empleo por mejor convenio que tengan están por debajo de la inflación. El municipio no es responsable pero no se desentiende de la gente. Armó una mesa de diálogo social con todos los sectores, incluyendo a la Iglesia, los gremios y los empresarios. Aunque no le corresponde entrega comida a los comedores, lo mismo que libros, y trata de aumentar la parte de comida fresca mientras mantiene la seca. Las tarifas más altas, el precio de la garrafa de gas, el aumento del transporte y la suba en el costo de los alimentos son una suma compleja de problemas.”

Para la secretaria “no alcanza con registrar que hay más pobres y más indigentes sino que hay que saber otra cosa: en la pobreza y la indigencia se cae rápido, muy rápido, y se sale con mucha dificultad y en el mejor de los casos con mucho tiempo”.

“En La Matanza tenemos un programa de entrega de libros para todas las disciplinas porque es básico e indispensable que los chicos tengan libros y porque sabemos que a las familias ya en marzo se les dificultaba comprar no solo libros sino incluso útiles”, cuenta Silvina Gvirtz. “A veces parece que otra vez vivimos períodos de emergencia de los que nos habíamos olvidado. Sin descuidar el tema pedagógico estamos volviendo a una etapa en la que la escuela debe ser un centro comunitario y de asistencia social porque hay mucha gente mal. Que la gente esté bien no es beneficencia o el efecto de la generosidad sino que el Estado garantice derechos. El hambre no espera y las soluciones deben ser urgentes.”

Zapatillas no

Una muestra de lo que ocurre socialmente se puede captar en las escuelas secundarias. No hay almuerzos pero sí meriendas. Aumentó la demanda de meriendas porque los adolescentes volvieron a sufrir problemas de escasez de comida en la casa. A veces, cuando hay una primaria en el mismo edificio de la secundaria, las cocineras ven a los chicos merodeando cerca del comedor, a ver si reciben un plato de comida aunque no les corresponda. El corte de programas nacionales de acompañamiento crea un clima aún más inhóspito porque ya no hay dinero para organizar campeonatos o actividades un sábado y aumentar la contención de los chicos. Eso, claro, si hubiera zapatillas suficientes. Hoy escasean.

Si los economistas quisieran ser más ingeniosos deberían crear el Indice Zapatilla. Usan zapatillas los chicos, los grandes, las seños, los profes. El gobierno nacional (“el de antes”, dice una maestra) inventó un plan de movilidad para comprar bicicletas que permitieran llegar a la escuela. El problema es que en algunos distritos era difícil usar la bicicleta cuando no todas las calles habían llegado a tener asfalto. Y que en otros sitios la movilidad estaba asegurada porque las escuelas estaban cerca de las casas. Entonces el ingenio reconvirtió la movilidad al interpretarla en sentido extenso. Si la bicicleta garantizaba la movilidad hacia la escuela ni qué hablar de las zapatillas. El Estado empezó a proveer zapatillas para todo el mundo. Tanto que se terminó el reclamo de zapatillas o que algún chico no pudiera ir a la escuela porque, como ocurre a veces, no basta con una bolsa de nylon para envolver los pies.

“En estos meses eso cambió”, relata un docente. “Ya no tienen zapatillas, y sin zapatillas se absorbe la humedad de los pisos de tierra apisonada o es imposible llegar a la escuela.”

Sufrir por zapatillas parece el punto que marca el nivel de pobreza o, peor, la vuelta de la pobreza a la indigencia. Como el flancito.

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