Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
La derecha argentina tiene hoy una tarea fundamental: la de la construcción social del “estallido moral” o el “derrumbe moral” del kirchnerismo. Toda construcción social es un hecho de guerra, no el resultado de un limpio debate público que aporte argumentos a favor o en contra de su objetivo. Que esa sea la tarea en la que están obsesivamente empeñados los grandes emporios de la comunicación, parte de los sectores más descompuestos del poder judicial y el gobierno nacional, no puede dejar de ser un objeto de análisis político. Del mismo modo, tampoco puede dejar de repararse en que lo “moral” sea el recurso central de la lucha.
El principio explicativo más fácil sería pensar que el antagonismo con el kirchnerismo permitiría debilitar al peronismo en su conjunto y de ese modo favorecer las posibilidades electorales del oficialismo. Esto es totalmente lógico pero también incompleto. Porque esa es una mirada desde el “sistema de partidos” que, en consecuencia, separa el mundo de las instituciones del mundo de las fuerzas políticas en pugna, que desbordan largamente las fronteras partidarias. El macrismo no es hoy el “poder real” en la Argentina. Por supuesto es una fuerza muy activa e influyente en el interior del bloque político neoliberal, pero no está (o todavía no está) en condiciones de ejercer en plenitud su conducción. Digamos de paso que en la historia argentina de muchas décadas hasta acá, ninguna fuerza de derecha en el gobierno pudo lograr ese grado de conducción, lo que hace dudar de que esa conducción sea posible. El macrismo podría intentar la construcción de un antagonismo excluyente con el kirchnerismo pero difícilmente pudiera imponer ese dilema sin el concurso de la persecución judicial y el bombardeo mediático que hoy ha alcanzado una potencia y un sesgo violento y revanchista, que pone en tensión a la democracia.
De manera que la construcción del estallido moral del kirchnerismo parece ir más allá de las urgencias tácticas de una maquinaria política. Además sería imposible negar la participación de muchos líderes y espacios opositores en esta cruzada ética; sería pensar que un sector de justicialistas y partidarios de Massa se conforman con un rol secundario en la estrategia del Pro, lo que claramente los pondría fuera de combate electoral por algún tiempo. Es mucho más productivo pensar en un interés más estratégico, más estructural, que corresponde a una necesidad del bloque de poder real de borrar drásticamente la experiencia de una época política y encerrarla en la memoria de un ciclo de oscuridad y mentira política. En esa estrategia, el macrismo es un protagonista central pero no el único, ni necesariamente el principal. Lo ilustra fielmente el tono presuntuoso y descalificador que adoptan en estos días algunos miembros del staff de la comunicación monopólica en sus referencias a Macri y a muchos de sus funcionarios. La ofensiva antikirchnerista no es una táctica partidaria sino la necesidad principal de un proyecto de violenta reestructuración neoliberal y de reconfiguración geoestratégica de la Argentina.
¿Por qué el registro principalmente moral de la condena? Ante todo sobresale una falta, la de una profunda crisis política, sostenida en el caos económico, durante el gobierno de Cristina. Todo lo contrario: la contracción económica, el vertiginoso endeudamiento, la caída del nivel de vida de muy amplios sectores de la población, la devaluación, el tarifazo… son todas creaciones exclusivas del actual gobierno. Ni una sola de estas calamidades es consecuencia necesaria de la situación previa al 10 de diciembre. Claro está, había muchos problemas por resolver. Pero no hay ninguna relación lógica y necesaria entre esos problemas y una “solución” basada sobre una violenta redistribución de riqueza desde abajo hacia arriba: el argumento de la “necesidad” de lo que se hizo es ideología pura. Entonces como la línea de la pesada herencia tiene los pies de barro y deja en pie la argumentación contraria, hay que encontrar un golpe más efectivo y más contundente. La moral asume ese registro. Permite saltar la discusión política entre un rumbo y el otro, sobre todo cuando las invernales consecuencias del ajuste neoliberal se hacen más rigurosas: es un poco difícil explicarle a quien sufre frío en su casa que ese frío es la consecuencia necesaria del calor con que contaba antes. Para que la moral adquiera entidad de argumento político hay que convertirla en fuente del establecimiento de un antagonismo central: los inmorales son los adversarios. No es nada nuevo: los que quieran profundizar históricamente el tema pueden averiguar cómo fueron las cosas después del derrocamiento de Yrigoyen y del de Perón. En todos los casos en que se interrumpieron procesos que la historia señala como de ruptura del orden previamente establecido, la moral y su contrario, la corrupción, fueron, después de su derrocamiento, el santo y seña del antagonismo, casi siempre empleados en nombre de la reconciliación y la unidad entre los argentinos. Como al pasar, digamos que la “nueva derecha” no es tan nueva como parecía.
De lo que se está discutiendo en la Argentina mediática no es la corrupción. Si de lo que se tratara fuera de un impulso de la moral pública no se hablaría hasta el hartazgo de las bolsas de López y se hablaría un poco más, de Macri y su participación en empresas off shore. No son ilegales, dijo la jefa de la Oficina Anticorrupción; y el dictamen es revelador. Apoyado en él podemos distinguir la cuestión jurídica –que debe ser resuelta estrictamente en los tribunales– de la cuestión moral que es materia de la comunidad en su conjunto. Este último aspecto es el que puede ser sometido a un debate público, con independencia del dictamen de los jueces; es lo que puede alcanzar el estatuto de problema político, en un sentido amplio de la palabra. Como tal la corrupción es un problema político en la medida en que es un debilitamiento de la esfera pública, un deterioro del lugar del Estado, y también un daño a la propia causa en nombre de la cual el implicado ocupa un cargo público. Lógicamente también es político el problema de la existencia o no de una matriz en esas prácticas que involucren instancias colectivas. Pero el salto en calidad se produce cuando se intenta hacer de la corrupción un problema político en un sentido más estricto de la palabra: como gestor de una división del espacio político entre dos posiciones antagónicas. Para eso se coloca a la corrupción como un componente articulador de un sistema de decisiones políticas. Todo lo que hace (en este caso, lo que se hizo en los últimos años), se convierte en accesorio funcional al plan de la corrupción. Eso es la construcción de un enemigo simbólico identificado con un determinado partido o sector político. Es el más terrible de los antagonismos políticos que se pueda construir porque no admite mediaciones ni compromisos. Se trata estrictamente de los buenos y los malos. El objetivo es siempre aislar a un determinado elenco de cuadros políticos convertidos en chivos expiatorios y fomentar la desafección y la dispersión de cuanto rodea a la manzana podrida. Es el reemplazo político-mediático-judicial de la crisis ausente del gobierno de Cristina.
Claro que en cualquier tiempo y lugar, la división del campo político entre decentes y corruptos tiene algunos prerrequisitos básicos. En principio si no se sesga la información, es imposible demarcar al antagonista porque eso presupondría la creencia en el carácter impoluto de las fuerzas que encabezan y protagonizan la campaña “moralizadora”. Pero además es necesario acotar las materias que deben ser incluidas en el campo de la contradicción moral. Hace falta, por ejemplo, postular la indiferencia moral frente al hecho de que hay varios centenares de miles de nuevos pobres en los meses pasados desde que asumió Macri. Es no someter a un juicio moral la contracción económica, la pérdida del empleo, la caída de la producción industrial, el imparable aumento de la carestía, el cierre de instituciones culturales, deportivas y recreativas, el freno de procesos de desarrollo científico-técnicos soberanos. Es separar la moral de la persecución política, de la cárcel para luchadores sociales, de las agresiones estatales y paraestatales a colectivos de trabajadores, la presión contra las empresas recuperadas y otros fenómenos de estos meses cuya enunciación detallada llevaría muchas páginas.
El aspecto moral de lo político se refiere a los fines. No a los fines declamados sobre la base de los estudios del “marketing político” sino los fines reales, los que se materializan en hechos concretos. La gran discusión moral entre nosotros tomó cuerpo la noche del último jueves: allí tuvo lugar un pronunciamiento ciudadano amplio y multitudinario que cuestiona moral y políticamente el abuso de poder utilizado para avanzar sobre conquistas populares alcanzadas en estos últimos años. Allí lo que se cuestionó no es solamente los medios –terribles algunos de ellos, como el tarifazo del gas– sino los fines que se insinúan en toda una política. Fue una respuesta político-moral a un proyecto de país dentro del cual el aumento de la desigualdad no es una consecuencia no deseada, sino el fin último: es necesario que los argentinos seamos más desiguales para que seamos más productivos y exitosos. El viejo cuento capitalista de la riqueza como producto exclusivo del mérito y el esfuerzo individual. Tarde o temprano, la política tendrá que dar cuenta del dilema político-moral entre ese proyecto y el que, bajo diferentes perspectivas y banderías políticas, cree en la existencia de un bien común a defender, incompatible con la hiperconcentración de la riqueza.
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