Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › EL DEBATE SOBRE EL PASADO Y EL PRESENTE
El ninguneo de la política, un abusivo recurso político. El rol playing de las reacciones frente a una información de peso. Las deudas del Gobierno y las desmesuras de la oposición. Algunas profecías desbaratadas. Patti y su día en el tribunal. La riesgosa imagen del huevo de la serpiente.
Por Mario Wainfeld:
Opinion
Una de las curiosas reglas de la competencia política es el uso expandido de la descalificación de la actividad. Proclamar que “no se hace política”, culpar al adversario de incurrir en ese pecado son argumentos socorridos, lo que hace suponer que se los presupone funcionales. Ningún líder político se ha privado de valerse de ese recurso, que es blasón de los movimientos sociales de todo pelaje. Algunos protagonistas, en tiempos de ñaupa, enriquecieron el enfoque con artilugios de lenguaje, hablando contra la “politiquería” o a favor de la “política con mayúsculas” en un esfuerzo por distinguir al arte de sus desviaciones. Eran otras épocas, por lo que se ve.
La competencia comercial, de ordinario, preserva mejor el territorio común que la política. En la Argentina, por ejemplo, hay al menos dos compañías aéreas que tuvieron sonados accidentes con muchas víctimas fatales. Jamás un competidor se valió de ese dato, de dominio público y fulminante, en su argumentación publicitaria. La idea imaginable es que existe un campo común, corporativo si se quiere, en el cual la brutal destitución del otro perjudica al conjunto.
La puja democrática también requiere un piso de preservación del campo compartido. Las campañas, momentos intensos pero acotados en el tiempo, activan los reflejos belicosos y hasta destructivos. Sus interregnos deberían incluir instancias de articulación, de elaboración de agendas complejas, de negociaciones, todas signadas por la posibilidad de la alternancia. En sistemas políticos estables hay una tendencia que torna muy seductor (a fuerza de decisivo) al centro del electorado, lo que induce a las coaliciones políticas de mayor porte a moderar sus planteos de campaña intentando que sean menos irritativos para los no convencidos.
Pocos protagonistas importantes de la política local se reconocen en el párrafo precedente. La inmensa mayoría de los referentes del oficialismo y de la oposición prefiere el maniqueísmo. El estilo impiadoso de campaña no reconoce treguas ni pausas.
Apenas un puñado de dirigentes de rango tratan de bajar los decibeles y emitir discursos no binarios ni rabiosos. Hermes Binner es seguramente el ejemplo más consistente y satisfactorio. Sus banderas son estimables y no le está yendo nada mal en términos proselitistas, tal vez porque su trayectoria avala su mensaje y porque su estilo se aviene a su forma de ser. A fuerza de emitir ondas positivas con un discurso rudimentario, filo -empalagoso, Daniel Scioli construyó una imagen positiva estimable, aunque desmesurada (piensa este cronista) a sus cabales méritos. Ambos han acumulado algo, lo que hace suponer que optar por modos tolerantes no es, necesariamente, piantavotos.
Pero, queda dicho, son golondrinas de variado plumaje que no hacen verano.
Razones de mejor servicio
La revelación del pasado del diputado Juan José Alvarez fue procesada en el enrarecido contexto de un juego político en el que sólo se mira dónde se coloca el adversario, para elegir el rincón opuesto.
La alianza que rodea a Roberto Lavagna acusó el golpe y decidió ningunear el hecho, cerrando filas en torno de Alvarez. Su respuesta –y la de los medios que la apoyan– fue reducir el debate a la procedencia de la data. Las sucesivas menciones a “operaciones” o “carpetazos”, vocablos usuales de la jerga periodística que suelen reemplazar la descripción precisa o la distinción entre situaciones variadas, fue la regla.
Por supuesto, ante un hecho pueden existir variados pareceres y órdenes de prioridades. Este cronista entiende que lo más importante (a distancia sideral) es que se supo que un político conocido fue servicio durante la dictadura y que lo ocultó durante un cuarto de siglo.
El hecho se probó acabadamente, no alude a circunstancias personales o íntimas de Alvarez (límite que la lucha política no debe violar) sino a conductas fundantes de su curriculum vitae, que los ciudadanos tienen sobrado derecho de conocer para orientar sus decisiones y su voto. Las diferencias con la denuncia que se hizo el año pasado, al cierre de la campaña, contra Enrique Olivera son inmensas: ahí se falsearon los hechos y no se dio tiempo para chequear la información o desmentirla.
El contrafactual a lo efectivamente ocurrido, que nadie enuncia pero que se deriva de las críticas, es que la afiliación de Alvarez a la SIDE debía mantenerse encriptada porque su difusión puede favorecer al oficialismo o porque éste filtró la información.
El análisis peca, entre tantas otras cosas, de mecanicista. Nadie es dueño de las consecuencias que produzca la información pública. La elaboración de las conductas y de los dirigentes queda en manos de la ciudadanía, que dispone ahora de mejores elementos que una semana atrás. Pero, además, el peso de la verdad que se conoció lo torna irrisorio.
El temor a que se suscite un frenesí de denuncias o de exhumación de prontuarios, sostenido por algunos periodistas, es atendible a condición de desarrollarlo un poco. La conducta pasada de los políticos es parte de las polémicas de todos los días. Nadie se priva de iluminar que Alberto Fernández fue aliado de Domingo Cavallo o compañero de lista de Elena Cruz. Nadie exime a Raúl Alfonsín del recuerdo de las Felices Pascuas o del Pacto de Olivos. Las peripecias de su vinculación con el duhaldismo integran la mochila del kirchnerismo. Y así. Seguramente sería deseable que pesaran más las trayectorias que el peor momento de cada carrera, pero eso es resorte de los que opinan y votan.
Los desempeños durante la dictadura también han producido controversias sonoras. Algunas fueron capciosas, como las recusaciones de cierta derecha que quería impedir que el garantista Eugenio Raúl Zaffaroni llegara a la Corte y lo tachaba invocando que fue juez del Proceso. Aun ese cuestionamiento avieso pudo formularse y resolverse a través de un procedimiento abierto y plural.
Los cargos que ocuparon Felisa Miceli o Elisa Carrió o tantos otros no se escamotearon, se divulgaron sin mayor mengua para su reputación. La impresión es que las trayectorias ulteriores de los aludidos resultan mucho más pertinentes para la opinión pública que las dudas que pretenden arrojar sus críticos. Ese paradigma, que el autor de esta columna considera sensato y constructivo, prueba que la existencia de una acusación no condena automáticamente a nadie en una sociedad abierta.
Pero haber ingresado a la SIDE durante la dictadura no es parangonable, por ejemplo, a haber sido administrativo en Remonta y Veterinaria. Se trata de una opción pesada, nada inocente en materia política.
El argumento de la necesidad económica invocado por Alvarez es minúsculo situado históricamente. Integrar un servicio de informaciones en un marco de violación sistemática de los derechos humanos y de las garantías constitucionales no fue una opción laboral inocua. En una dictadura es exagerado pedir resistencia a las personas comunes pero sí es justo mocionar que no exista complicidad activa, máxime por parte de quienes tienen vocación política. No es un síntoma auspicioso, a treinta años del golpe de Estado, que broten tantas objeciones a que se transparente un hecho así de relevante, mirando al mensajero y minimizando la densidad del mensaje.
Deudas
El oficialismo acumula deudas institucionales que deben serle señaladas y reclamadas. Entre ellas:
- La pechadora manera en que se modificó para mal el Consejo de la Magistratura.
- El pésimo modo en que se implantó y discurrió la concesión de superpoderes al Presidente, en la persona del jefe de Gabinete.
- La pulsión reeleccionista, a como hubiere lugar, que excita a sus aliados José Alperovich, Carlos Rovira y Felipe Solá. Todos, para colmo, sospechosos de mala praxis constitucional.
- Las palabras descomedidas, de amendrentamiento, propagadas por vía de Luis D’Elía previas a la reciente movilización de Juan Carlos Blumberg.
Son conductas que ameritan reproche y prevención pero que no autorizan el discurso exacerbado de tantos opositores.
Las libertades básicas tienen un grado de despliegue aceptable, para standards argentinos. Nunca debe bajarse la guardia en este país, nunca es posible conceder nada al gobierno ni a las agencias de seguridad. Esto asumido, la existencia activa de partidos de oposición, de innumerables medios y comunicadores que cuestionan al Gobierno, la amplitud de las polémicas que recorren el ágora resienten la credibilidad de algunas diatribas.
El Gobierno ha pasado, casi sin solución de continuidad, de la sospecha de ser endeble e inviable a la de ser despótico. Quizá la desproporción sea el hilo común entre tantos excesos en la calificación.
Mantener la paz social, la estabilidad económica y cierta gobernabilidad en la Argentina no ha sido tarea menuda en el último lustro. Ahora cuesta rememorar que, apenas ayer, en 2003 y 2004, se auguraba que la gobernabilidad de la gestión Kirchner sucumbiría a manos de la protesta piquetera. O que este mismo año se predijo que la estabilidad económica sería perforada por las movilizaciones gremiales con su condigna carga de inmoderación en las demandas y efecto inflacionario. Las predicciones de un final prematuro similar al de Fernando de la Rúa o de un estallido como el Rodrigazo aunaban un factor, el pedido de represión, maquillado por la palabra “estabilidad”.
La exorbitancia de los vaticinios, no exentos de prédica, ilumina por contradicción una virtud no siempre reconocida al Gobierno: haber permitido una vasta expresión de reclamos sociales renunciando (o limitando bastante) la herramienta de la represión.
No es serio cuantificar el tema, máxime a partir de las transformaciones del movimiento de desocupados, pero es sensato concluir que en la era Kirchner la protesta callejera y los grupos que la realizan han tenido una presencia importante, lindante con la mayor de la historia argentina. Las movilizaciones de los vecinos de Gualeguaychú, los familiares de Cromañón y del mismo Blumberg son ejemplos de emergentes que ocuparon el espacio público ante una tolerancia estatal enorme y han logrado reconocimiento, poder e influencia en la agenda.
Los superávit gemelos, la inflación controlada, el crecimiento se lograron sin extinguir la expresividad social, un detalle que no debería escapar a quienes pintan cuadros apocalípticos. El autor cree que esa es una síntesis probable, aunque no ignora que el debate público incluye un abanico de cuestionamientos que va de las críticas a la criminalización de la protesta hasta las quejas por la falta de rigor con la revuelta.
Curtido por la experiencia de sus precursores, el actual presidente teme mucho a la acción policial en la calle, la dosifica al máximo y lo bien que hace. Se trata de una práctica imperfecta, muy sujeta a la autolimitación de actores muy encrespados y díscolos.
En un país en emergencia esa política es imperfecta pero mejor a cualquier oferta alternativa. Algo, si se permite una ironía, similar a lo que suele decirse de la democracia como sistema político.
Un día en el Tribunal
El fiscal Carlos Stornelli incitó a la Justicia a indagar si algún funcionario incurrió en delito filtrando información a la prensa. Bueno es que los magistrados investiguen posibles desvíos de otros poderes, respetando las reglas constitucionales sobre libertad de prensa y preservación de las fuentes.
Otro caso judicial sonado, ligado a la dictadura, fue resuelto esta semana, en una sentencia que favoreció al represor Luis Patti. El ex policía es un represor probado que siempre ha hecho gala de su desdén por las garantías legales a los sospechosos. Su fascinación por los apremios ilegales (que una bonita licencia política de su autoría rebautizó “una buena patada en el trasero”) fue también habitual argumento de campaña. Por variadas circunstancias, muy predominantemente por la trama de impunidad que tejió la dictadura y que la democracia a veces perforó y a veces reforzó, Patti no tiene condenas ni procesamientos por sus tropelías. La Cámara de Diputados resolvió que los hechos que se conocen bastan para descalificarlo para ocupar la banca para la que fue votado. La mayoría que lo decidió incluyó al Frente para la Victoria, al ARI y al socialismo (que suelen ser muy celosos de las normas republicanas). Se resquebrajó, por una vez y en buena hora, la coagulación esquemática de los bloques oficialistas y opositores.
La colisión entre dos principios, el de la soberanía popular y el de la Cámara de Diputados de analizar la pertinencia del diploma, fue llevada a los Tribunales por Patti. Es un caso de aristas complejas, que amerita una discusión institucional de primer nivel. La Corte Suprema, garantía de seriedad ahora reconocida desde casi todos los sectores políticos y de opinión, deberá emitir juicio definitivo.
Más allá de las visiones de cada cual (el firmante cree que la Cámara tenía argumentos suficientes para rechazar al diputado electo), se trata de un hecho complejo. Cuenta con un solo precedente sin sentencia definitiva (el de Domingo Bussi), está contextualizado en los zigzagueantes niveles de impunidad ulteriores a la dictadura y están en juego (en conflicto) derechos constitucionales de alto rango.
Que un personaje tan odioso tenga derecho a su día en el tribunal, tras una secuencia de instancias democráticas es, aunque fastidie, promisorio.
Ojo con el huevo
El analista debe ser cauteloso cuando sospecha que los políticos, que saben defender sus intereses, le están errando el vizcachazo. Aún con esta prevención, cuesta creer que la excitación del debate político refleje las percepciones cotidianas de la mayoría de los ciudadanos. Cuando las expectativas mejoran, la bronca aminora. Los intercambios de la cúpula dirigencial parecen resonancias tardías de las jornadas excitadas de 2001 y comienzos de 2002.
La oposición pinta el cuadro de una dictadura y el oficialismo ve bajo cada propuesta alternativa un atisbo de golpismo. Más allá del costumbrismo en el modo de expresarlo, desde ambas trincheras acusan al otro de ser el huevo de la serpiente. El cronista escuchó de un oyente de un programa de radio una alegación que le despertó una reflexión quizás ingenua. Con el huevo de la serpiente –discurrió el vecino– no se discute, no se negocia, no se intercambian roles..., lo que cuadra es aplastarlo para sobrevivir.
La intolerancia reinante pulula en el ambiente común e induce a la negación del otro, pilar de las dictaduras.
La dictadura, cuya herencia tardaremos décadas en elaborar y reparar, es un sistema que degrada aún a aquellos que no son notoriamente sus víctimas. Todos son peores bajo una dictadura porque la convivencia y el saber social se envician. La falta de coexistencia damnifica aun a aquellos que la repudian.
Una de las virtudes de la democracia es abrir la perspectiva de mejorar, de ampliar la tolerancia, de habilitar a todos para procurar ser mejores sin pisarle la cabeza a nadie. De veras lo es, aunque a veces cueste creerlo mirando lo que hay.
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