Domingo, 1 de abril de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La desmesura es contagiosa y cunde por doquier. La división de poderes, una mirada sobre otras miradas. Un vistazo sobre la historia de la Cámara de Casación. La palabra de los magistrados y algunas elipsis elocuentes. Y algunas preguntas prospectivas.
Por Mario Wainfeld
La ferviente oratoria del Presidente es contagiosa. Los vientos que propala suscitan tempestades de réplicas. En el vaivén suele ocurrir una consecuencia paradójica, la oratoria presidencial es transformada por sus antagonistas en el eje de la cuestión. Por estos días se discute si hubo desmesura o abuso de autoridad en el encendido discurso de La Perla. Y se relega como nota al pie un tópico, sin embargo interesante, que es si la conducta de cuatro camaristas de Casación amerita un juicio político. El juicio político, eso sí, comienza a sustanciarse por los carriles institucionales correspondientes. Quien se asomara distraído a todo lo que se dijo en la semana que pasó supondría que Néstor Kirchner defenestró (stricto sensu) a sus Señorías o los removió por decreto. No fue así, pero lo real queda flotando en el viento.
La división de poderes es elevada a la condición de fetiche, soslayando su funcionamiento legal y consuetudinario. Los poderes del Estado no son compartimientos estancos, en el que cada cual atiende su juego. Hay instancias importantísimas de conflicto, reguladas, que hacen al control respectivo. El veto presidencial es una de ellas. Las atribuciones del Congreso respecto de los ministros, otra. El juicio político es, quizás, la más enérgica. En el juicio político, los integrantes de un poder del Estado debaten y resuelven sobre la destitución de los que revistan en otro, decisión que se supedita a requisitos severos de procedimiento y de mayorías.
En general, los integrantes de un poder tienen nula intervención en el trámite que pone en juego su permanencia. La independencia, ay, es así. Ningún juez participa en el juicio político que lleva el Congreso nacional. La Constitución de la Ciudad autónoma otorga al Presidente del Tribunal Superior la presidencia de la Sala Juzgadora, pero sólo para conducir el debate sin derecho a voto. En el Consejo de la Magistratura los jueces tienen, excepcionalmente, una representación minoritaria.
En la Argentina reciente ha habido varios juicios políticos, dos de ellos de gran impacto: el llevado a cabo contra varios integrantes de la Corte Suprema y el que derrocó al jefe de Gobierno Aníbal Ibarra. En ambos, los partidos políticos que fueron determinantes actuaron con enorme disciplina de bloque. Los legisladores del peronismo, el ARI y el socialismo fueron unánimes en la destitución de los cortesanos. El macrismo y el ARI no tuvieron fisuras en el trámite contra Ibarra. Esa conducta puede ser o no reprochable políticamente pero es plenamente lógica en una democracia representativa. Esta funciona de hecho como un régimen de partidos (o de “partidos-movimiento”, en la Argentina), circunstancia que fue reconocida en la reforma constitucional de 1994.
La propia expresión “juicio político”, permítase una perogrullada, alude a la naturaleza mixta de la institución: no es (no debe ser) una decisión neutral tomada por un tercero independiente como un pleito entre particulares.
El Consejo debe tener consejeros que provengan de “órganos resultantes de la elección popular”, según la Carta Magna. Ellos no son lirios del campo inmersos en una burbuja aislante, ajenos al colectivo que integran. Perdónese al autor, ya añejo, la comparación: un sistema político no es (no debe ser) un happening en el que cada protagonista hace lo que le viene en gana. No ocurre así en ningún país del mundo, mucho menos en los que se consideran ejemplos: los regímenes parlamentarios europeos, el presidencialismo norteamericano.
Esperpentos
La Cámara de Casación fue concebida durante el gobierno de Carlos Menem, por iniciativa de su ministro de Justicia León Carlos Arslanian. Cuando se escogieron sus integrantes, en un trámite cruzado por impugnaciones que el menemismo pasó por arriba, Arslanian renunció a su cargo. Motejó de “esperpentos” a varios de los profesionales escogidos.
No hubo error ni exceso en la selección, lo que buscaba el menemismo era cerrar un círculo que abarcaba también a la Corte y a los jueces federales de la Capital federal. Un círculo de complacencia, ideal para garantizar impunidades de todo pelaje.
El concurso que precedió a los nombramientos fue poco serio, por decirlo con ternura. Entre varios vicios observables, eligió un sistema de puntuación que sobrepremiaba la antigüedad en el poder judicial y devaluaba hasta lo irrisorio los antecedentes académicos. Hasta treinta y cinco puntos podía lograr un viejo pariente de la familia judicial, 25 era el máximo para un abogado con trayectoria. Las publicaciones, las tareas de cátedra, los lauros académicos se tasaban en, modestos, cinco puntos. No era una meritocracia sino un lauro al presentismo.
Ese desdén por el saber tuvo una traducción brutal. Ana María Capolupo de Durañona y Vedia, que había trabajado toda su vida en el fuero civil, desembarcó en el más alto tribunal penal, sin escalas ni conocimiento. Ella misma, por entonces, confesó en declaraciones periodísticas que no sabía mucho de derecho penal. Prometió dedicarse a estudiar, un compromiso acaso tardío. En el fragor se hicieron públicas sus notas en la Facultad. En su curricula había dos “Penales”. Entrambos, Capolupo acumuló tres bochazos.
Qué más daba, Menem lo hizo.
El paso del tiempo
Un dato llamativo, no del todo computado, es que casi nadie (entre los críticos del Presidente) ha hecho una defensa en regla de los jueces de Casación. La Asociación de Magistrados y la Corte no usan media palabra (así sea elíptica) alusiva a sus calidades profesionales, su probidad o su laboriosidad. La razón es evidente, pero se camufla: nadie cree que tengan esas virtudes. Muchos de sus colegas, aun los molestos por el estilo de Kirchner, los cuestionan o los desprecian. La velocidad de los alineamientos, que el modo presidencial dinamiza, tal vez imposibilita plantear matices distintos al blanco o el negro. Tal vez los frene una solidaridad gremial inconfesa.
Tampoco se dijo que los cargos contra los magistrados sean irrelevantes. El principal, demorar deliberadamente los expedientes es gravísimo. También lo sería retardarlos por negligencia o pereza. Los magistrados más transigentes creen que en la conducta de sus Señorías hay un combo de esas tres conductas.
El transcurso del tiempo no es neutral en efectos políticos, biológicos o jurídicos. La parálisis de los expedientes propicia un escenario coincidente con la ideología de los cuatro magistrados, la impunidad de los represores. Las prescripciones, la mayor edad de los acusados, su propia muerte, los alivian del juicio y eventual castigo, si fueran hallados culpables. La apuesta al tiempo también especula con una mutación del actual horizonte político, por otro más piadoso con los centuriones del terrorismo de Estado.
Si los jueces demoraran ex profeso los trámites estarían incurriendo en una conducta dolosa. Prevaricato, se llama eso en jerga y no es broma. Eso se debatirá ante un organismo plural. Contra lo que se informó en algún medio, el oficialismo no tiene mayoría propia para condenar. Requerirá del concurso de la oposición política o de las otras representaciones del Consejo.
Azarosamente es el representante de los magistrados en Consejo, Luis María Cabral, quien tiene a su cargo la pesquisa previa. Cabral tuvo militancia política en su juventud, es un juez federal de buena reputación, hijo de un destacado tratadista de derecho penal. Se avocará a testear si existen las demoras en cuestión, si son adrede. Para evitar interferir en los trámites no pedirá que le envíen los expedientes, irá a verlos al propio tribunal. Ahí, jugando de visitante, auditará qué pasó. El ejemplito es interesante para los profanos, una pequeña muestra de cómo puede eludirse trabar un trámite o dilatarlo, con activismo y compromiso. Lograr lo contrario es, aún, más sencillo.
Cabral pintaba para presidir el Consejo de la Magistratura. El oficialismo le hizo una zancadilla, in extremis. Ni sus condiciones previas ni la lógica cicatriz que le dejó esa anécdota hacen imaginar que sea un vasallo del oficialismo, como sí fueron calificados colegas suyos, altri tempi.
Corporaciones
En el Consejo de la Magistratura están representados, amén de la oposición, los jueces mismos, los abogados, las academias. Es obvio que esa composición busca una traducción (en los hechos) de los intereses de esos colectivos. Quienes están ahí no nacieron de gajo, precisamente.
La retórica del ex presidente Raúl Alfonsín dejó una simiente, que en estos días regaron Kirchner y algunos de sus seguidores. Es la de fulminar a “las corporaciones”, a veces con motivos, a veces por astucia o ligereza. Empero, los intereses sectoriales existen y su defensa no es necesariamente una perversión. La idea, bastante milica ella, de un interés general superior y ajeno a los facciosos es un simplismo. Los jueces tienen intereses propios, que impactan en su visión del mundo, como también la tienen los colectiveros, los políticos de carrera, los docentes o los intermediarios de jugadores de fútbol. Algunos de esos grupos de interés son más importantes, todos tallan.
Es, por ejemplo, muy razonable que los jueces sean más conservadores en materia de sanciones a sus pares que los abogados que conviven con ellos y, eventualmente, contienden. Estos cuerpos de intereses están albergados en el Consejo de la Magistratura porque tienen que ver con la actividad pero también porque sintetizan intereses distintos, tensionados.
Las corporaciones en cuestión tuvieron respuestas diferentes que, para variar, fueron distorsionadas por muchos medios. La corporación judicial se identificó con los jueces y se sintió agredida por la verba de Kirchner.
La de los abogados, mayoritariamente, enfocó al fondo del asunto y concordó con el norte elegido por los organismos de derechos humanos y el Gobierno. El relato mediático no lo reflejó de modo cabal porque empareja entidades de muy distinto peso relativo. El Colegio de Abogados de la Capital, que puso el grito en el cielo, es endiosado por algunos diarios. Empero es una ONG pequeña y selectiva, que agrupa a letrados de clase alta, de grandes estudios y a cuadros de la dictadura militar. Una suerte de club exclusivo de abogados de derecha.
El Colegio Público de Abogados de la Capital es una entidad de afiliación obligatoria para todos los profesionales matriculados. Representa a decenas de miles de profesionales, de todo pelaje, incluidos los del Colegio de Abogados. Su legitimidad para hablar en nombre del conjunto de los profesionales es incomparable. Su presidente, elegido por votación obligatoria durante el año pasado, acompañó la iniciativa en debate.
También lo hizo la Asociación de Abogados de Buenos Aires, un ente también voluntario, que recluta un espectro pluralista, “profesional” de abogados. En su momento había objetado la candidatura del juez Alfredo Bisordi, que los macarteó de lo lindo.
Esta semana, el hombre retomó su costumbre, lo que justifica un recuadro aparte (ver recuadro aparte).
Remembranzas
El estilo presidencial es un issue permanente. Sus detractores derrapan velozmente a equipararlo a conductas ilícitas o autoritarias. A casi cuatro años de ejercicio del poder, no se observa que el Gobierno haya avasallado el Poder Judicial. Contribuyó a mejorarlo de modo perdurable higienizando la Corte y reemplazando a su cáfila de impresentables por juristas de calidad, muy activos, muy creativos y celosos de su independencia. Tanto que, cuando sobreactúan, lo hacen para tomar distancia con el ejecutivo.
Ahora, le pide al Consejo (y direcciona a sus diputados) que destituya a cuatro jueces que afrentan a su cargo, nulos en versación, malos ejemplos para sus pares que deniegan justicia en causas de enorme relevancia.
¿Pudo omitir Kirchner su diatriba, o encuadrarla en un registro más formal como cuando anunció el juicio a la Corte? Pudo, claro, pero eligió sincerar su postura, que todo el mundo ya conocía porque nadie cree que Diana Conti o Carlos Kunkel son francotiradores, ni tienen mayormente derecho a serlo.
¿Busca Kirchner quedarse con todo el rédito político de una movida que iniciaron los organismos de derechos humanos? Es evidente que sí y cada cual juzgará su derecho o su codicia política y ponderará si debe premiarlo con su voto a la hora de elegir.
¿Alguien puede decir seriamente que la Justicia empeorará si, cumplido el trámite legal con pleno derecho a defensa, el Consejo destituye a sus Señorías? Seguramente habrá quien alce la voz. Al fin y al cabo, aun el más culpable de los reos tiene en una democracia derecho a defensa en juicio y en el ágora.
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