Domingo, 20 de agosto de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LA EXPANSION EN ARGENTINA DEL METODO CUBANO DE ALFABETIZACION
Se llama “Yo, sí puedo”, fue diseñado en Cuba y aquí ya hay 500 centros de alfabetización desde 2003. En el país, unas seis mil personas aprendieron a leer con ese programa. Y otras 3500 lo están haciendo. Los alfabetizadores, tanto cubanos como argentinos, son voluntarios.
Empezó como una prueba en Haití, en 2002, con clases que se emitían por radio. Poco a poco fue mejorando el sistema de aprendizaje hasta llegar a lo audiovisual, tal y como funciona hoy. Después de demostrar su capacidad educadora, fundaciones, municipios y hasta gobiernos nacionales y provinciales solicitaron el programa de alfabetización cubano “Yo, sí puedo”, para tener una alternativa ante la educación formal, que muchas veces no brinda respuestas efectivas. El proyecto, que se caracteriza por utilizar televisores y videos educativos para enseñar, llegó a la Argentina en 2003 y tres años después tiene más de 500 centros de alfabetización distribuidos por todo el país, unos 3500 participantes en la actualidad, más de 6000 graduados y unos 600 facilitadores, como se llama a quienes tienen la tarea de acompañar durante el aprendizaje al futuro alfabetizado. El “Yo, sí puedo”, creado por el Instituto Pedagógico Latinoamericano y Caribeño (Iplac) de Cuba, ya se aplica en algunos barrios de la provincia de Buenos Aires y en Capital Federal, aunque su repercusión es mayor en provincias como Jujuy –donde Tilcara fue declarado “municipio libre de analfabetismo” a principios de este año– y en Santa Fe, única provincia que adoptó el programa de manera oficial. También se aplica en Chaco, Corrientes, Río Negro, Neuquén, Córdoba, Mendoza.
Se expandió casi en silencio, pero a paso firme. Con ese andar llegó, además de la Argentina, a México, Venezuela –país declarado libre de analfabetismo y tomado como caso ejemplar–, Bolivia, Ecuador y Paraguay, donde ahora lo están adaptando al guaraní. También cruzó la frontera latinoamericana y desembarcó en Nueva Zelanda, lugar donde el programa cambió su nombre por el de Green Life, y Africa. El “Yo, sí puedo”, destinado a personas mayores de 15 años, es un programa de alfabetización cubano que enseña a leer y a escribir a través de videos educativos –cada juego de videos contiene 17 películas–, donde una profesora virtual brinda los primeros pasos en el aprendizaje. Además se utilizan las cartillas, una especie de manual enviado por el mismo Iplac, que contiene el alfabeto, los números y distintas oraciones para que la práctica sea más sencilla y constante.
En total, son 65 clases repartidas en tres meses y medio. La disposición horaria depende de los participantes, o del grupo, en los que el cupo recomendable es de 15 personas. Los centros de capacitación pueden funcionar en capillas, casas particulares, comedores, bibliotecas populares, clubes, escuelas; cualquier lugar sirve mientras haya una videocasetera y un televisor, y una cartilla y un facilitador.
En Argentina también se aplica en la provincia de Buenos Aires, en localidades como La Matanza y Mercedes, y hay algunas iniciativas para llevarlo adelante en Quilmes y Morón. En Capital Federal, es en el barrio de La Boca donde está empezando a aplicarse el “Yo, sí puedo”, a raíz del pedido de algunas organizaciones sociales.
El programa cuenta con varios coordinadores provinciales, cuatro coordinadores nacionales y diez asesores cubanos que viajan en grupo a los diferentes países, y de allí se reparten por provincias o municipios en los que se aplica el “Yo, sí puedo”, con el objetivo de supervisar las tareas de los grupos de enseñanza. Lía Salas es una de las coordinadoras nacionales y de las fundadoras de “Un mundo mejor es posible” (Ummep), organización que se formó para coordinar la implementación del programa en la Argentina y para monitorear los futuros centros de educación que se iban a abrir tras la llegada del método cubano al país, en 2003.
“Todo comenzó por un grupo de colegas, quienes detectamos problemas de analfabetismo en las bibliotecas –cuenta Lía Salas, bibliotecaria del Colegio Nacional de Buenos Aires– y en los comedores. Con un grupo de compañeros de distintas escuelas empezamos a impulsar el programa, que ya conocíamos, pero de manera informal. Luego nos enteramos de que el ‘Yo, sí puedo’ se iba implementar en Venezuela y nos contactamos con otros compañeros que habían viajado a Cuba. Ellos, desde allá, se relacionaron con los educadores del Iplac, y así fue que nos mandaron tres juegos de videos, en mayo de 2003”, cuenta.
Poco a poco, distintas organizaciones sociales fueron solicitando el programa que en sólo tres meses enseña a leer y a escribir: “Comenzamos a implementarlo en la provincia de Buenos Aires desde julio de 2003 –recuerda–. Fuimos creciendo y tuvimos que armarnos de manera conjunta con unas 800 organizaciones entre movimientos sociales, grupos piqueteros y bibliotecas populares que querían llevar adelante la propuesta, en todo el país”.
La experiencia más destacada de Argentina es Tilcara, en Jujuy. Esa localidad del norte del país fue declarada libre de analfabetismo en enero de este año (ver aparte). Pero también se lleva a cabo en otras provincias como en Santa Fe, que se transformó en el único caso en Argentina donde una gobernación adoptó el programa de manera oficial, en enero de 2005.
“Hubo un convenio oficial entre Cuba, el Iplac y la gobernación de Santa Fe”, apunta Oscar Enamorado Hernández, coordinador general cubano en esa provincia.
“Comenzamos un estudio en los departamentos de 9 de Julio, Garay, General Obligado y Vera, porque allí residía la mayor proporción de analfabetos. Luego, el programa se extendió a toda la provincia”, relata, y agrega: “Este año llegamos a los mil alfabetizados, distribuidos en 137 grupo.”
“A nosotros –reconoce–, los cubanos que llegamos a otros países, nos asombra siempre lo mismo: el impacto del temor que les provoca a los alumnos, en un primer momento, el tema de aprender. Pero lo más importante es observar el cambio, cómo se van enganchando en el aprendizaje, es bonito formar parte de eso.”
El coordinador, que visita por primera vez la Argentina, es docente. Su trabajo, al igual que el de todos los asesores cubanos y facilitadores argentinos, es voluntario. Los profesores cubanos se quedan en el país por uno o dos años, según el tipo de convenio que se firme con el municipio, gobernación u organización, para que luego sea otro profesor quien venga y ocupe su lugar. “En el Iplac, donde yo trabajo en Cuba, nos preguntan quién está dispuesto a viajar en los llamados ‘bolsos de colaboración’, que son los grupos que van donde se aplica el programa”, detalla.
Javier tiene 23 años y pasó su vida de hogar en hogar hasta que terminó en la calle. Gracias a las coordinadoras de un merendero al que iba por la tardes, en el barrio de porteño de Congreso, participó del “Yo, sí puedo” y aprendió a leer y a escribir. Después de meses de trabajo, se recibió. “Antes de estudiar de nuevo –dejó la escuela en cuarto grado– es como que estaba tapado por la niebla, pero son las vueltas de la vida”, relata.
“Mi vida fue complicada. Me fui de mi casa, en el Chaco, cuando tenía 12 años y me vine solo a Buenos Aires. Ahora puedo escribir historias de terror y poesías, que me gustan mucho”, cuenta desde una fundación en la que se internó, por propia voluntad y por consejo de terceros, para tratar su adicción a la cocaína, entre otras drogas (ver aparte).
Jorge Luis Véliz es uno de los asesores cubanos. Llegó a Córdoba el año pasado para coordinar las tareas de los grupos y de los facilitadores. En su país es profesor de matemática. “En Córdoba lo estamos haciendo en Villa Allende. En total hay 400 graduados, 233 personas estudiando. Es difícil instaurar nuevas formas de trabajo, pero se están dando pasos serios. Por eso estamos buscando ayuda de las universidades provinciales y nacionales, para que los jóvenes nos ayuden en la tarea de enseñar, como facilitadores, para los relevamientos”, apunta.
Para Lía Salas, el programa “es de los pueblos, ya no es cubano. Se adapta a cada lugar y se cambia cuando hay que cambiarlo. Al mismo tiempo facilita el acceso no sólo a la lectoescritura sino a la cultura del pueblo y a valores como la familia, las costumbres, la música, la literatura; a la gente que no tenía acceso a esto, por no saber leer ni escribir, se le abrió un mundo totalmente diferente”. “La clave es trabajar mucho en elevar la autoestima del participante. El nombre, con esa coma después del ‘Yo’, pone énfasis en la cuestión del convencimiento. Un participante llegó a romper una mesa dándose fuerza repitiendo ‘Yo, sí puedo’”, recuerda, al tiempo que reflexiona: “Intentamos un seguimiento de los graduados, para impulsarlos a que sigan en la escuela, cosa que muchos hacen”.
Informe: Luciano Zampa.
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