Lunes, 4 de junio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Juan Sasturain
Escribo a las dos de la tarde, de regreso del baño y tras votar por Filmus. Las inconexas reflexiones que siguen parten de evidencias tontas e inquietantes. Tienen que ver con lo cotidiano pero acaso vayan más lejos.
Muy raras veces solemos ir juntos con mi mujer a algún shopping. Al Abasto, al Spinetto, al de Galerías Pacífico, no mucho más ni demasiado seguido. Llegamos de la mano al embudo multitudinario, la acompaño un rato, me banca un poco, en algún momento nos liberamos, quedamos en encontrarnos en media hora en tal lado. En algún momento también comemos algo y –siempre– tras un par de horas de deambular, buscamos el baño. Llegamos juntos, nos separamos con un beso ante las puertas con silueta. Yo siempre termino antes.
Desde hace años, solemos ir a votar juntos con mi mujer. Nos toca el Nacional de Buenos Aires, bien cerca de casa. Llegamos de la mano bajo los árboles de Bolívar hasta la escalinata gris, verificamos nuestra existencia en los padrones –con ese inevitable, inexplicable temor de no estar que todo el mundo siente–, cruzamos la hermosa puerta vidriada, nos damos un beso y nos separamos –uno a la izquierda, el otro a la derecha– para reencontrarnos en un rato. Yo siempre termino antes.
Mi mujer es saludable, envidiablemente rápida. Yo, mucho más lenteja, en todos los sentidos. Así son las cosas. Yo pensaba o creía saber –como todos y como ella misma “lo daba por sentado”– que la cuestión de la extrema morosidad comparativa del trámite sanitario femenino estaba suficiente y debidamente explicada por circunstancias de imperativo postural y de hábito cultural: la necesidad de sentarse a solas. Claro que con el acto de votar no es fácil pelar receta explicativa alguna en ese sentido, sobre todo por el hecho incontrastable de que se vota de parado. Y sin embargo...
Es curioso que votar e ir al baño acaso sean las únicas acciones públicas y puntuales que hombre y mujeres hagan natural/cultural/necesariamente por separado. Hay numerosas homologías entre ambos trámites que no me animaría a desarrollar por pudor o cobardía. De eso en general, de lo que uno hace ahí adentro, en el cuarto oscuro o claro azulejado, no se habla. Es secreto. Se hace pero no se comenta: se puede hablar genéricamente de esos temas pero no del hecho puntual y por eso preguntar sobre él –cómo te fue, qué hiciste– no se considera de buen gusto ni familiar ni políticamente correcto. Y está bien que así sea. Son actos privados con mayor o menor incidencia pública, pero privados al fin. Tal vez por eso nunca sepamos por qué las mujeres se demoran más o –mejor– las colas de las mesas femeninas son más lentas.
Pero hay algo que acaso valga la pena observar a partir de estas comprobaciones. Hay muchas estadísticas sobre infinidad de pelotudeces de género, pero no creo que se haya medido comparativamente el tiempo que pasan mujeres y hombres sentados o parados. Me parece obvio que las mujeres se sientan más. Y eso no está nada mal; sentarse, digo. Creo que el mundo entero, diseñado y pergeñado por hombres acelerados e hiperactivos desde hace tanto y con las mujeres jugando de visitantes, convidadas de piedra o de goma, debería sentarse más. Porque no es cuestión, me parece y como suele suceder, de que las mujeres adhieran a la enfermedad consabida, se paren antes y corran más rápido, sino que todos nos sentemos como ellas.
Y en cuanto al acto en cuestión, aunque no sé si ellas ya lo hacen –¿se sentarán un ratito antes de votar?– creo que habría que probar de votar sentados.
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