EL PAíS › OPINION

Eso de la memoria

 Por Eduardo Aliverti

A pesar de la muy buena elección de Daniel Filmus –potenciada por haber arrancado considerablemente abajo y con serias dudas sobre su calidad como candidato–, se impone la pregunta de si fue acertado arriesgar una postulación alternativa a la de Jorge Telerman, en tanto el voto antimacrista quedó partido en porciones similares.

Néstor Kirchner jamás digirió al jefe de Gobierno porteño, por estimarlo un dirigente desconfiable y de juego propio (impresión reforzada tras la, por lo menos, ambigua actitud de Telerman en el proceso bochornoso que condujo a la destitución de Ibarra). Sin embargo, el Presidente tampoco rechazaba evaluar que Telerman era la alternativa eficiente más a mano, y más consolidada, para vencer a Macri. Pero está claro que las bondades de la marcha de la economía, y con ello la casi intocada aceptación de la figura presidencial, lo llevaron a inclinar la balanza a favor de encontrar una opción absolutamente propia, capaz de garantizarle un mejor manejo de la estructura de poder porteña. Y subió la apuesta acompañándola con alguien de trayectoria intachable pero de otro palo, como Carlos Heller. La dinámica de esa decisión llevó a Telerman a la profecía autocumplida de verse acosado por el aparato oficial y el arrastre de la popularidad de Kirchner, y entonces el jefe capitalino comenzó a sumar ingredientes que derivaron en una ensalada ideológica poco menos que insondable para su propia proyección. A la cabeza, el pacto con una Carrió que viene jugando todas sus fichas a un apocalipsis antioficialista de rango místico y atada a su vez a la viscosidad de Enrique Olivera. Por allí también anduvo Bergoglio, en instancias pico de su enfrentamiento con Kirchner, y hasta reapareció la Ucedé.

El resultado de esa movida telermanista, según fue demostrado por las urnas y aunque también pueda juzgarse como influyente una campaña basada excesivamente en el histrionismo a veces bizarro del candidato, le empiojó la imagen y le permitió a Filmus (a más de sus virtudes) descontar la ventaja y superarlo, con el empujón que eso significa para afrontar un ballottage en condiciones que bajo otras circunstancias llevarían a tirar la toalla. Pero, a menos que lo contraríe un hecho virtualmente inédito, Macri aparece posicionado para la segunda vuelta con todas las cartas a favor y olerá a pírrica la excelente trepada de Filmus. A menos que se contemple otra hipótesis, que en voz muy baja se viene escuchando en Casa Rosada y círculos kirchneristas desde que el triunfo mauricista fue apreciado irreversible: Macri se recorta como el referente principal de la oposición a escala nacional y eso determina un adversario ideológico claro que le sienta a K como anillo al dedo para las aspiraciones de mediano-largo plazo.

Si se toman las cifras de los comicios desde una perspectiva netamente matemática, Macri no hizo una elección inmensamente mejor que aquéllas en las que ya incursionó. Ganó puntos que de ninguna manera llevan a pensar en el quiebre inflexional de la cantidad de gente que lo rechaza. Pero tampoco se puede negar de que en Buenos Aires, nada menos que en Buenos Aires, volvió a asentarse como significativa y representativa una escala de valores menemista. Y ocurre cuando todavía, para cualquiera que quiera escuchar, resuenan los tambores del “que se vayan todos”, justamente originados en el derrumbe de la clase media y de los sectores populares, al cabo de las fantasías del uno a uno y de la integración carnal al primer mundo sin escalas. Esta realidad vuelve a enseñar que la voluntad popular, vista en dimensión histórica, no sólo es notablemente volátil sino que puede serlo de la noche a la mañana.

Son, entre otras, cosas que pasan cuando la participación democrática se remite a ir a votar cada dos o cuatro años. Cuando las mayorías se prenden al discurso berreta y reaccionario de la antipolítica. Cuando no se entiende que la forma de mejorar no son las puteadas baratas que ahora conducen a uno y mañana al otro. En ese sentido, algunos elementos e interpretaciones pueden mostrar al vaso medio lleno. La gran elección de Ibarra mostró que el revanchismo vacuo no se pudo edificar como castigo orgánico, y que del resentimiento puro no surgen opciones confiables ni potentes. De la misma manera, se plasmó que una oposición meramente destructivista (Carrió) no conduce a nada o que, peor aún, resulta contraproducente. Para quienes la ejecutan y para quienes se pliegan a ello en forma desesperada. E igualmente se manifiesta exhibido, sin perjuicio de que el electorado porteño volvió a enrostrar su complejidad, que la popularidad nacional (Kirchner) no es todopoderosa y que las pretensiones hegemónicas generan cosquillas y rechazos por más que la economía se revele con una vitalidad poco menos que imbatible electoralmente.

Claro, simultáneamente avanzó una forma de entender la política como un ámbito de negocios en el que lo central es atravesado por la iniciativa de las grandes corporaciones de la economía. Y lo peor: corporizado en un dirigente patético de la derecha cafishia, puesto ahí por la inoperancia del establishment para generar otros cuadros que disimulen mejor la toma institucional-directa de poder.

De modo parcial pero nada soslayable, los votos dijeron ayer que, lamentablemente, no todo está guardado en la memoria.

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