Domingo, 9 de diciembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › EN 25 AÑOS DE LA DEMOCRACIA
El gobierno que comienza es el quinto sucesivo electo por el voto popular en los 25 años de la democracia. Nunca antes había ocurrido. CFK asume mañana, y pasado comienzan los alegatos en el primer juicio contra militares por la guerra sucia contra la sociedad argentina, en el que habrá sentencia antes de fin de año. Los principales juicios pendientes podrían concluir durante el mandato de la primera presidenta electa.
Por Horacio Verbitsky
Mañana asumirá el quinto gobierno consecutivo electo desde la finalización de la dictadura militar. La Argentina no conoció nunca antes esta sucesión pacífica de gobiernos legítimos, luego de un siglo en el que más presidentes fueron elegidos por las armas que por las urnas. La presidencia de CFK coincidirá con el comienzo de los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos hace tres décadas. La presidenta piensa que los principales procesos podrán concluir durante su mandato. El primero de ellos, contra el último comandante en jefe del Ejército de la dictadura, general Cristino Nicolaides y contra una decena de coroneles que condujeron el órgano operativo de la inteligencia castrense en aquellos años, llegará a la sentencia, a cargo del juez federal Ariel Lijo, antes de que termine 2007. Los alegatos de la acusación y las defensas se producirán pasado mañana y el miércoles. A lo largo de este cuarto de siglo la estabilidad de la democracia ha estado ligada a la posibilidad de revisión judicial de aquellos crímenes y tanto la Corte Suprema de Justicia como el futuro gobierno están trabajando en sendos proyectos de ordenamiento de la tarea pendiente.
El intento de Alfonsín
Durante la campaña electoral de 1983 Raúl Alfonsín prometió que no habría impunidad para los crímenes del terrorismo de Estado, mientras Italo Luder anunció que se atendría a la autoamnistía dictada por las propias Fuerzas Armadas. Alfonsín elaboró un complicado mecanismo cuya aplicación práctica se le fue de las manos. Por un lado una Comisión de Notables, que sólo debía confeccionar la lista de las personas detenidas-desaparecidas. Por otro, la inclusión en el Código de Justicia Militar de una cláusula de obediencia debida para que las propias fuerzas juzgaran a unos pocos altos jefes y exculparan a quienes siguieron sus órdenes, salvo quienes cometieron excesos en aplicación del plan ordenado. Nada salió como imaginaba. La Conadep, en cuya secretaría trabajaron los organismos de derechos humanos que habían documentado el accionar criminal de la dictadura mientras ocurría, no sólo identificó a los desaparecidos sino también a los desaparecedores, lo cual fastidió a Alfonsín. Sin mayoría propia en el Senado, el gobierno vio cómo su proyecto de ley era modificado, de modo que el deber de obediencia no cubriera a los autores de crímenes aberrantes y atroces, es decir todos, dado el método del secuestro, la tortura y el asesinato clandestino. Alfonsín calculó que los juicios a las cúpulas pondrían a la defensiva a las Fuerzas Armadas y obrarían como disuasivo para futuros golpes. Pero cuando los jueces avanzaron más allá de lo que el gobierno había diagramado intentó frenarlos, con instrucciones a los fiscales primero, con las leyes de punto final y de obediencia debida después. Esta última fue sancionada luego del alzamiento carapintada de la Semana Santa de 1987, y no contenía nada muy distinto a la ley original que Alfonsín no había podido imponer tres años antes. Bajo la presión de las bayonetas, el Congreso aceptó lo que antes había rechazado. No ocurrió lo mismo con los familiares de las víctimas y con los organismos de derechos humanos, que siguieron reclamando en contra de la impunidad, una dimensión que el gobierno no había contemplado, porque sólo vio la conveniencia política de los juicios primero, y de su interrupción después, como si no hubiera valores humanos y éticos involucrados. La ley de obediencia debida implicó la puesta en libertad de centenares de procesados pero aun así muchos otros seguían detenidos, y con el intento de rescatarlos, Alfonsín ideó una alteración en el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia. Negoció con el jefe del bloque justicialista de diputados, José Manzano, la designación de dos nuevos ministros de la Corte, uno a propuesta de cada partido pero ambos comprometidos con una interpretación restrictiva de la ley, que dejara en libertad a todos los oficiales por debajo de los ex Comandantes y jefes de Cuerpo de Ejército. Pero no llegó a verlo, porque debió dejar el gobierno antes de terminar su mandato, arrebatado por la hiperinflación y los saqueos.
El tajo menemista
En cuanto Carlos Menem asumió la presidencia desconoció el pacto Alfonsín-Manzano. En vez de aumentar en dos el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia designó a cuatro nuevos, sin negociar sus nombres con nadie. Además consiguió la renuncia de dos de los anteriores de modo que pudo contar con seis sobre nueve ministros. Pero a diferencia de Alfonsín, no necesitaba de los jueces para acabar con los juicios, sino para proteger a los miembros de su gobierno en las causas por corrupción que pronto empezaron a acumularse en los juzgados federales. La cuestión militar la resolvió de un tajo, con los indultos de 1989 a quienes estaban bajo proceso y 1990, a los ya condenados, como Videla, Massera, Camps & Cía. Al mismo tiempo había conseguido frenar la hiperinflación. El remate a precio vil del capital social acumulado por generaciones de argentinos en las empresas públicas, más el descontrolado endeudamiento externo, trajeron varios años de placidez, en los que el descontento social mermó. Parecía que la cuestión de los derechos humanos había pasado al olvido. Tanto las leyes de Alfonsín como los decretos de Menem excluyeron de la impunidad la sustracción de los hijos de los detenidos-desaparecidos como el saqueo de sus bienes. Sin embargo, pocas causas por esos delitos avanzaron, a un ritmo desvaído.
La confesión
En marzo de 1995 un oficial de la Armada, el capitán de fragata Adolfo Scilingo confesó que había arrojado treinta personas vivas al mar desde aviones navales. Esto provocó una conmoción sin precedentes, no porque se ignorara que las Fuerzas Armadas habían empleado ese método, que según Scilingo la jerarquía eclesiástica aprobó como “una forma cristiana de muerte”, sino porque esta vez no era un sobreviviente quien lo contaba sino uno de los perpetradores. Siguieron apuradas autocríticas de los tres jefes de Estado Mayor y se reabrió la instancia judicial. El presidente fundador del CELS, Emilio Mignone sostuvo que las leyes que impedían juzgar a los responsables no derogaban el derecho de cada familiar a la verdad. La Cámara Federal de la Capital le dio la razón y abrió una investigación para determinar qué había sucedido con la hija del denunciante, la catequista católica Mónica Candelaria Mignone. En poco tiempo los juicios por la verdad se fueron extendiendo a todo el país. Menem trató de impedirlo, desde la Corte Suprema de Justicia, pero luego de una denuncia de la dirigente del CELS Carmen Lapacó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no tuvo más remedio que permitir su continuación. La confesión también produjo un efecto inesperado en los hijos de detenidos desaparecidos, que dejaron de sentirse parias y culpables de algo y salieron a luz en una nueva organización por la identidad, la justicia y contra el silencio y el olvido. Una nueva generación se asomaba a la escena nacional y el 24 de marzo de 1996 una concentración superior a cualquiera conocida colmó la Plaza de Mayo en demanda de memoria, verdad y justicia.
El factor externo
El fiscal español Carlos Castresana vio por televisión las imágenes de esa manifestación y se preguntó qué podría hacer él para ayudar a esa gente. Acudió a viejos códigos, constituciones y tratados, en los que encontró una forma de actuación posible para la judicatura española. Aunque los crímenes se habían cometido contra argentinos, por argentinos y en la Argentina, lesionaban a toda la humanidad y podían ser juzgados allí donde hubiera voluntad. El juez Baltasar Garzón aceptó este planteo e invocando la jurisdicción universal pidió a la Argentina la extradición de más de un centenar de militares y marinos para juzgarlos en Madrid. Menem y el presidente que lo sucedió, Fernando de la Rúa, se negaron, invocando la soberanía nacional. Pero se había puesto en marcha un mecanismo que ya no se detendría. En Francia había sido condenado en rebeldía Alfredo Astiz por el secuestro de las monjas francesas de la iglesia de la Santa Cruz; en Estados Unidos el general Carlos Suárez Mason fue condenado a indemnizar con 20 millones de dólares a sus víctimas Horacio Martínez Baca, Alfredo Forti y Debora Benchoam; en Italia fueron condenados Suárez Mason y el general Santiago Riveros, por la desaparición de ciudadanos italianos. Chilenos residentes en España solicitaron al juez Garzón que también procediera en los casos de su país y en 1998 esto condujo a la detención en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet. Faltaban pocos días para que se cumpliera medio siglo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las guerras de disolución de la ex Yugoslavia mostraron al mundo vía satélite en directo, los campos de concentración cuya repetición no se había creído posible luego de la Segunda Guerra Mundial.
Las vísperas
Al día siguiente del arresto de Pinochet, el juez Adolfo Bagnasco detuvo en Buenos Aires al ex almirante Emilio Massera por apropiación de bebés, un crimen por el que desde junio estaba detenido también Videla. El Congreso derogó las leyes de punto final y de obediencia debida, pero no le alcanzaron los votos para declararlas nulas. A lo largo de 1999 esas investigaciones continuaron y al comenzar el tercer milenio habían conducido a la detención de varias decenas de altos jefes militares. No quedaban ya razones éticas, ni políticas, ni jurídicas, ni nacionales ni internacionales que apuntalaran la subsistencia de las leyes de impunidad. En marzo de 2001, cuando faltaban pocos días para el 25° aniversario del golpe, el juez federal Gabriel Cavallo las declaró nulas e inconstitucionales. Era una causa especialmente apta para demostrar la inviabilidad de esas leyes: los mismos represores Julio Simón, a) Turco Julián y Juan Del Cerro, a) Colores, detenidos y procesados por la apropiación de una bebita que fue entregada a una familia militar estéril, que la anotó como propia, no podían ser perseguidos por el secuestro, las torturas y la desaparición forzada de los padres de la nena, el matrimonio de José Poblete y Gertrudis Hlaczik, un crimen de mayor gravedad. Abuelas de Plaza de Mayo llevaba la causa por la bebita y el CELS acusó por los delitos contra sus padres. La movilización social en los meses previos equilibró las presiones que desde las Fuerzas Armadas y desde sectores afines de poder se ejercían en sentido contrario, y le permitió pronunciarse de acuerdo con las leyes y las convenciones internacionales. Apenas dos semanas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló en un caso del Perú, Barrios Altos, en el mismo sentido que Cavallo: esas graves violaciones a los derechos humanos no pueden ser amnistiadas ni su persecución penal cesa por el mero paso del tiempo. La decisión de Cavallo fue confirmada por la Cámara Federal y diversos jueces adoptaron otras similares en todo el país. No obstante, el gobierno del presidente De la Rúa intentó obstaculizar el avance de estos procesos e incluso pretendió asignar a las Fuerzas Armadas misiones en asuntos de seguridad interior, que las leyes básicas sancionadas por acuerdos multipartidarios en las décadas de 1980 y 1990 prohíben. En los últimos meses de ese mandato (que por la renuncia presidencial fue completado por el senador Eduardo Duhalde, quien estuvo en forma interina a cargo del Poder Ejecutivo) recrudecieron los intentos por frustrar la labor de la justicia. Participaron en ellos el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, a quien el CELS había acusado por su participación en la masacre de Margarita Belén, el presidente de la Corte, Julio Nazareno, y el propio senador Duhalde, quien indultó a Seineldín y a Enrique Gorriarán, como forma de preparar el camino. El obispo castrense de entonces Antonio Baseotto se presentó ante la Corte y en persona pidió que anulara los procedimientos y ratificara la validez de las leyes de impunidad. Esta operación canje incluía el desistimiento de cualquier juicio político contra los ministros de la Corte. Se sumó a esas maniobras quien se consideraba sería el ministro de justicia de Néstor Kirchner, Rafael Bielsa, autor de un trabajo titulado “Esa guerra terminó”, publicado en La Nación en agosto de 2001, en el que instaba a “cicatrizar las heridas”, desdeñaba con ironías sobre países africanos la jurisdicción universal, y concluía “que el tiempo pasa y que ya nada puede ser igual”.
La nulidad
Kirchner tenía otra idea. Pidió a Duhalde que le dejara a él el rédito que los protagonistas de la combinación esperaban obtener del cierre de las causas, derivó a Bielsa hacia otro ministerio sin injerencia en el tema y en las dos primeras semanas de su gobierno produjo por sorpresa dos hechos decisivos, que marcaron el mandato que mañana finaliza. En la primera semana, descabezó la cúpula del renacido Partido Militar, en la segunda, promovió el juicio político contra la mayoría automática en la Corte Suprema. También pidió la ratificación de la convención internacional que determina la imprescriptibilidad de la desaparición forzada de personas. El Congreso la ratificó y además declaró nulas las leyes de punto final y de obediencia debida. En marzo de 2004, Kirchner adoptó otras dos decisiones de fuerte simbolismo: el desalojo de la Escuela de Mecánica de la Armada para instalar allí el Museo de la Memoria que había dispuesto la legislatura porteña y el retiro de los cuadros de los ex dictadores Videla y Bignone del Colegio Militar, en el que fueron directores. La participación en ambos actos del almirante Jorge Godoy y del general Roberto Bendini explican la decisión de la presidenta que asume hoy de confirmarlos como jefes de Estado Mayor de la Armada y del Ejército. En mayo de 2005, finalmente, la Corte Suprema, integrada ahora por juristas respetados y sin nexos espurios con el Poder Ejecutivo, confirmó el fallo de Cavallo en la causa Poblete/Simón: las leyes de punto final y de obediencia debida no pueden interponerse en el enjuiciamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos desde el aparato de poder organizado del Estado terrorista.
Los juicios
Desde entonces, los tribunales han avanzado con lentitud y de un modo que impide advertir la gravedad y magnitud de los hechos sometidos a su consideración. Hay en este momento 339 detenidos bajo proceso, alojados en establecimientos penitenciarios, unidades militares y sus propios domicilios, pero sólo tres condenados: un suboficial de la Policía Federal (Turco Julián), un oficial de la policía de Buenos Aires (Miguel Osvaldo Etchecolatz) y un sacerdote católico (Christian von Wernich). Esta semana se leerá la sentencia en la causa contra un prefecto (Héctor Febres). En cambio Chile, donde el proceso de justicia se reabrió en 1998 con la detención de Pinochet, ya ha terminado numerosos juicios, con condenas a tres centenares de altos jefes militares. De los 339 detenidos, 111 pertenecen al Ejército, 69 a la Armada y 3 a la Fuerza Aérea. El resto son miembros de fuerzas policiales y de seguridad, penitenciarios, y agentes civiles de alguna fuerza. Distintos organismos de derechos humanos han objetado la dispersión de las causas, por la cual los mismos testigos deben repetir una y otra vez sus dolorosas historias, para incriminar de a un represor por vez, cuando en el mismo campo de concentración había decenas o incluso centenares. El ordenamiento de las causas según centros de detención y su distribución en distintos tribunales orales, para que no se produzca un atoramiento en algunos, como el Federal Oral 5, son medidas impostergables. Algunas de ellas se adoptarían antes de que termine el año.
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