SOCIEDAD › MICHEL IRIART, ARGENTINO, VETERANO DE LA DIVISION LECLERC

Recuerdos de la guerra

Se crió en Almagro, hijo de un periodista vasco francés y futbolero, y a los 19 años se enroló en Buenos Aires para pelear por la Francia Libre. Condecorado con la Cruz de Guerra, tomó la casa de verano de Hitler y recibió recientemente la Legión de Honor, como oficial. Una vida increíble.

 Por Susana Viau

Michel Iriart, padre, vasco francés nacido en Saint-Jean-Pied-de-Pont, periodista y, ad maiorem gloriam suam, primer back derecho de San Lorenzo de Almagro, no calculó que a su hijo, Michel Iriart como él, alumno del Euskal Echea y del San José, el peso de esa cultura que atraviesa los Pirineos y cuyos orígenes aún se discuten, lo fuera a llevar tan lejos. Tan lejos y tan alto, porque el 5 de mayo de 1945 el joven teniente Iriart, al mando de 30 hombres de la IX Compañía de la II División Blindada de Leclerc, llegó a Berchtesgaden, en los Alpes bávaros, a 1800 metros sobre el nivel del mar, para hacer flamear la bandera azul, blanca y roja sobre el Nido del Aguila, la residencia de verano de Adolf Hitler. Tenía 25 años, se había criado en Almagro y había terminado el tercer curso de Derecho. Berchtesgaden, sin embargo, no era su primera performance. Con el Regimiento de Marcha del Chad (la División Leclerc) había desembarcado en Normandía, entrado a París en misión secreta en la noche del 24 de agosto de 1944 y regresado al día siguiente, el de la Liberación, con el grueso de la tropa. Al fin de la guerra siguió a Philippe François Marie, conde de Hauteclocque, mariscal de Francia, o Jacques-Philippe Leclerc, si se prefiere su identidad de la Resistencia, hasta Indochina. Allí Iriart obtuvo las insignias de capitán. Pudo haberse quedado en Francia y vaya a saber por qué volvió a Buenos Aires. En el viaje de retorno conoció a la que sería su mujer, luego se volcó al periodismo, fue subdirector de France Presse en Buenos Aires, jefe de la agencia en Chile y responsable del área de América Latina, es miembro de la directiva del Centro Vasco Francés y de la Unión Francesa de Ex Combatientes. Hace unos años lo condecoraron con la Légion d’Honneur.

–¿Caballero de la Legión de Honor?

–No. Oficial. Es más que Caballero.

El enorme salón de actos de “les Anciens Combattants” está en refacciones y han tenido que descolgar el ala del avión de la Primera Guerra que decora una de sus paredes. “Era de la máquina de Georges Guynemer, un as de la aviación –explica Iriart–, como el Barón Rojo.” Después, Iriart señala el interior de la vitrina que guarda los trofeos del coronel Maurice Duclos: el képi, un cornetín, banderines, medallas al por mayor. Al lado, un enorme retrato de Charles De Gaulle. “Tuvimos que restaurarlo –se disculpa Iriart– porque un tipo le clavó un cuchillo en un ojo.”

–¿Y eso?

El ex combatiente se encoge de hombros y hace un gesto de desprecio.

–Un pétainista. El ojo quedó bastante bien.

Pétain y Vichy son nombres que evocan la colaboración, la rendición, y no suenan bien en ese caserón porteño, un pequeño museo de la Francia Libre. En cuanto al cuadro, si se lo observa con cuidado se advierte que uno de los ojos del general está más abierto que el otro, como una herida de guerra, como una prótesis. Un camarada se acerca y abraza a Iriart: “Es un héroe. Una gloria. Desembarcó en Normandía. No quedan muchos”. Tenía 19 años cuando se alistó y 21 al partir. Lo hizo en secreto y se escondió de su madre hasta que el “Highland Brigade” soltó amarras. Recién entonces salió a cubierta, a saludarla.

–¿Se había registrado en la embajada?

–No. La embajada era pétainista. Me contacté con el Comité De Gaulle. De aquí se fueron unos 400 a pelear, muchos de ellos eran marinos y estaban en Buenos Aires cuando Francia se rindió. Con el “Highland Brigade” atravesamos el Atlántico. Fue un mes sin tocar tierra. Lo hicimos en las Bermudas. De ahí fuimos hacia Nueva York. Hicimos Canadá, Islandia, Noruega y Liverpool. No era fácil que a uno lo aceptaran. Desconfiaban mucho de la gente que llegaba, así que nos llevaron a la Patriotic School, un centro de investigación que hizo los primeros interrogatorios. De ahí me trasladaron a otro, del que salí aprobado. El paso siguiente fue un campo muy grande, el mayor del ejército de De Gaulle, y me afectaron a un batallón de baterías de Madagascar. Un día, de casualidad, pasó el comandante en jefe y preguntó de dónde era y qué sabía hacer. Le contesté que era estudiante de Derecho. “¿Y qué está haciendo acá?”, me dijo. Enseguida llamó a un sargento y le ordenó que hiciera un pedido de traslado a la escuela militar francesa y se lo llevara de inmediato. Lo firmó ahí mismo. Hice dos años en la academia militar que estaba emplazada cerca de Birmingham. El día del desembarco en Normandía, el 6 de junio del ’44, me gradué como subteniente.

Michel Iriart se abstiene de imprimir ribetes heroicos a un relato que se desenvuelve tan equidistante de la humildad como de la pedantería. Parece no hacerse cargo de que, al fin de cuentas, su historia forma parte de las últimas guerras románticas, de una épica a gran escala sepultada a mediados del siglo XX por los bombazos de Hiroshima y Nagasaki. Por eso cuenta en tono trivial que, cuando a las dos semanas del “día D” alcanzó suelo francés, “los alemanes estaban todavía por ahí, en Bayeux, la ciudad de los tapices. Como yo hablaba español, inglés y francés, me designaron oficial de enlace entre el general Omar Bradley, que mandaba las tropas norteamericanas en Contentin, y el mariscal Bernard Montgomery, que estaba en Caen. Andaba en una moto y llevaba mensajes que parecía que eran muy importantes en una mochilita. Pasado un tiempo, el comandante segundo de la escuela militar dijo que estaba perdiendo el tiempo y me llevó con él. Me confió que teníamos que ir a una ciudad cerca de París. Más tarde me enteré de que tenía que ver a De Gaulle, que le entregó directivas para Georges Bidault, el presidente del Consejo Nacional de la Resistencia. Esa misma noche nos fuimos en el jeep con mi comandante, de Cabrol, un famoso jinete, un noble, oficial de caballería. El entró al despacho donde estaba Bidault y yo me quedé afuera, en la antesala, con la secretaria, a la que llamaban ‘Crapotte’, y que después se casó con Bidaut. Ella, subida a una mesa, me explicaba sobre un mapa dónde tenía que ir. Al día siguiente fue la liberación de París y volví a entrar con el grueso de las tropas de Leclerc”.

Al joven teniente Iriart le aburría andar de acá para allá con la moto. Los nazis se habían rendido en París, pero la guerra continuaba. Lo transfirieron provisoriamente a una oficina de autorizaciones que estaba a metros de la Place Vendôme.

–El jefe era el comandante Lambert, un arquitecto que se había radicado en Hollywood y era muy amigo de Marlene Dietrich, que acababa de llegar. Me pidió que me ocupara de buscarla y pasearla por París porque él no tenía tiempo. Ella estaba alojada en el Ritz. Llegué con el auto de mi comandante, un auto común pero con la Cruz de Lorena estampada en la puerta. Cuando ella la vio y se dio cuenta de que la vereda estaba llena de gente esperándola, se arrodilló y besó el escudo de Francia Libre. Pese a las anécdotas, esa tarea seguía sin gustarme y pedí ser trasladado al frente. Un subteniente me llevó a Lorena y se presentó al famoso capitán Raymond Dronne: “Mi coronel –le informó–, éste es el teniente Iriart, que ha sido afectado a su compañía”. Dronne nos miró y contestó: “Yo no lo he pedido, así que como vino se va”. Como llovía y había muchísimo barro, parecía la guerra del ’14. El subteniente le preguntó si podíamos esperar a que pasara la tormenta y Dronne aceptó que nos quedáramos a cenar. Durante la comida quiso saber de dónde venía yo, porque me notaba un acento raro. Cuando le aclaré que era argentino se puso como loco. “¡Argentino! ¡Entonces habla español! Ya mismo se hace cargo de la Tercera Sección”. El jefe de la Tercera Sección, Portere, estaba muy malherido y los soldados de la IX Compañía eran casi todos españoles, por eso la llamaban “la nueve”, en castellano. A la mañana siguiente, según era costumbre entre las tropas francesas, se reunió la compañía y el capitán me presentó como nuevo jefe de la Tercera Sección. Yo tenía mucha cara de pibe y resultaba un poco incómodo porque eran anarquistas, dinamiteros, habían peleado en la Guerra Civil. Antes de que la formación se disolviera les pedí que se quedaran unos segundos. En francés les comuniqué que me sentía muy orgulloso de estar al frente de un grupo con tanto mérito y que, dado que entre ellos había españoles, les iba a hablar en castellano, porque yo era argentino. Les cambió la cara. Con algunos de ellos me sigo escribiendo. Los que sobrevivieron se fueron sobre todo a Barcelona.

–¿Cuántos hombres tenía a su cargo?

–La Tercera Sección tenía 60 hombres, parte de una compañía de 180, al mando de Dronne, uno de los oficiales más admirados de Francia Libre, un tipo muy culto. Nosotros estábamos en Lorena, pero tuvimos que atravesar el Rhin, como podíamos, porque los puentes estaban rotos. Llegamos a un lugar que se llama Inzell, cerca de Berchtesgaden y ahí tuvimos un problema muy grande, un ataque de los SS que nos produjo bastantes bajas. Uno de los muertos fue mi asistente, Tolka Bolgoff, hijo de rusos blancos residentes en Francia. Tenía 18 años y faltaban 6 horas para terminar la guerra. La cuestión es que seguimos avanzando y nos encontramos con los americanos, que usted ya sabe siempre querían llegar primero. El capitán americano, que era paracaidista, me dijo que venía a relevarme, que habíamos trabajado muy bien. ¡Claro que habíamos trabajado muy bien! Ellos hicieron un kilómetro y se toparon con un puesto alemán. Entonces nos volvieron a mandar a la vanguardia “porque conocíamos mejor la región”.

–¿La cuestión era qué bandera ondearía en el Nido del Aguila, no?

–Yo sabía que los americanos seguían con su idea de llegar primeros a la casa de verano de Hitler, entonces llamé a mi segundo y le ordené que tomara la mitad de los hombres, los que estaban en peor estado, nos siguieran a distancia y no dejaran pasar a los americanos. Los americanos nos indicaron que no nos alejáramos demasiado y estaban convencidos de que no lo hacíamos porque lo que veían cerca era mi retaguardia, que estaba a unos dos kilómetros. La casa de Hitler estaba algo averiada, porque los ingleses la había bombardeado el 24 de abril, creo, y era el 5 de mayo. En un corredor encontramos a un alemán que se había suicidado. Ocupamos, desplegamos la bandera y llegaron tropas francesas de todos lados. El americano se agarró una bronca fenomenal y juró que me iba a matar. Por eso me mandaron a otra aldea. Nosotros éramos parte del ejército americano. La División Leclerc, pese a que tenía 26 mil hombres, formaba parte del Tercer Ejército de Patton. Bueno, como los americanos ya no nos querían más allí, regresamos a Francia por el Sarre.

–¿Jean Gabin estuvo a sus órdenes?

–Lo tuve durante el ataque a Berchtesgaden, me lo asignaron. Era jefe de un Shermann. En realidad, él era marino, pero no había más barcos de guerra en Francia. Entonces se armó un regimiento de blindados con los que habían sido fusileros navales. Gabin andaba con la gorrita. Era un artista, descuidado, indisciplinado. Un día estábamos descansando cerca de un lago y lo veo desnudo, paseando por la playa. Era muy blanco y rosadito, parecía un bebé grande. Lo llamé y le dije: “Gabin, por favor, póngase un pantaloncito, un short, un flottant”. El va y me contesta: “Sos demasiado joven darme órdenes”. Le dije que hiciera la valija y se fuera. Agarré el jeep, fui a ver a mi comandante y le pedí que lo trasladara. No me gustaba el tipo, no sé.

–¿La guerra terminó para usted en Berchtesgaden?

–No. Cuando regresamos a Francia me licenciaron y me fui de vacaciones al País Vasco. Era agosto y me llegó un telegrama. “Los japoneses se han rendido –decía, más o menos–. Tenemos que reocupar Indochina.” Y allí fuimos. Pertenecí al primer destacamento que desembarcó. Estuve en Cochinchina. La pasamos brava en el delta del Mekong, porque atacaban los guerrilleros, había japoneses que todavía andaban por allí y nosotros éramos pocos. Leclerc era el comandante. Dronne también estaba. En un momento fui jefe del escuadrón de escolta de Leclerc. Y tuve de compañero a su hijo. Yo ya era capitán y había pasado el año y medio que debía estar en Indochina. Tenía que volver a Francia para entrar a la escuela de guerra. Cuando me tocó irme le di el comando al hijo de Leclerc. Era muy impulsivo. Como todo hijo de un personaje famoso, sentía que tenía la obligación de estar a la altura del padre. Nunca volvió de Indochina. Lo mataron. La madre siempre me preguntaba si yo no guardaba alguna foto del muchacho. Solía verla para el 25 de agosto, porque después de la misa en Notre Dame íbamos todos a comer a la casa de la División Leclerc. Mi jefe en Indochina había sido el general Massu. Cuando nos encontrábamos me decía: “Oh, mon venezuelien!” y yo lo corregía: “Argentin, mon général, argentin”. Si me hubiera quedado en Francia hubiera sido general, seguro que hubiera llegado a general. Volví de indochina en 1946 y me desmovilizaron acá, en Buenos Aires, en 1947. Ahí se terminó mi odisea.

–¿Lo condecoraron?

–Por Berchtesgaden. Me dieron la Cruz de Guerra de Francia. Y ahora, hace tres o cuatro años, una rata de biblioteca encontró mi nombre entre los oficiales de la División Leclerc y me concedieron la Legión de Honor.

–¿Qué es lo que recuerda con más dolor?

–La muerte de Bolgoff. Murió pegado a mí. Un oficial de la SS salió de golpe y nos ametralló. Recibió todos los tiros en la cara. No tuve coraje de ir a ver a sus padres. ¿Cómo les decía que a él lo mataron a mi lado y yo seguía vivo?

–¿Y el mejor de los recuerdos?

–Participar en el Desfile de la Victoria, en París, delante de De Gaulle. Pasamos a la cabeza porque fuimos los primeros en entrar en combate y los últimos en dejar de pelear.

–¿Cómo se llamaba su tanque?

–No era un tanque, sino un medio tanque, un blindado. Se llamaba Sarra. Todos tenían nombres africanos porque mi unidad era de origen africano, del Chad. Otro se llamaba Tmessa. Estuve buscando esas miniaturas que hay, de blindados, de colección, ¿vio? Quería ponerles el nombre de los seis que formaban mi sección, pero no encontré. No pierdo la esperanza.

–¿Sintió miedo?

–Miedo nunca tuve. Uno recuerda la angustia, la angustia de no saber qué va a pasar. Creo que es por el silencio. No sé por qué pero siempre antes de una batalla hay silencio.

–¿Cantaban para calmar esa angustia?

–Sí. Mucho, pero sobre todo la nuestra, la de la IIDB: “Division de fer/toujours en avant/Les gars de Leclerc/passent en chantant/La victoire n’attend pas”.

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Imagen: Martín Acosta
 
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