Domingo, 29 de julio de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › UNA NOCHE EN EL ROSEDAL, DESPUES DEL INTENTO DE DESALOJARLAS
Después de que el gobierno porteño intentó prohibir la oferta y demanda de sexo en el Rosedal, Página/12 compartió una noche con las travestis que trabajan en el circuito sexual más transitado de la ciudad. Cuentan los secretos de su actividad y afirman que desde que llegaron, el lugar está más iluminado y ya no se corren picadas.
Por Cristian Alarcón
Claudia Pía hizo el llamado y fue como encender una hoguera con alcohol. Los celulares de las chicas sonaron con todos los ringtones pop del planeta alborotados de pronto, a lo largo y ancho de las avenidas interiores del Rosedal. El circuito sexual más transitado de la ciudad, el parque envuelto en la polémica tras una imprudencia oficial, luce demasiado tranquilo si se lo mira con ansiedades. Los autos que dan vueltas por el óvalo de unos ochocientos metros de diámetro, en cuyos bordes antojan a los hombres las travestis más bellas de Buenos Aires, no son demasiados. Al menos un jueves no logran ese congestionamiento festivo de testosterona y lascivia que suele ocurrir el sábado a la hora en que las fiestas de soltero promedian y enfilan para este enorme supermercado del sexo trans, esta hoguera que Claudia Pía, la dirigente travesti del momento, logra encender como si soplara con su llamado telefónico una chispa sobre maderos secos en noche de luna.
Son pocas al comienzo en la esquina de Kennedy y Libertador. “¿Vos sos el amigo de Claudia Pía? Ahora vienen las chicas”, dice una angelical criatura de metro y medio, más púber que adolescente, enfundada en altas botas de charol rosa. ¡Y vienen! De a dos. De a cuatro. De a seis. ¡De a diez! Son veinte de pronto. Salen de autos importados, de autos nacionales; bajan de taxis, de remises, jamás de colectivos. Se desmontan de las motos de sus clientes y novios, caminan desde los cuatro costados del Rosedal hacia el punto de encuentro. Y se amontonan saludándose de lejos sin amenazar el maquillaje de trabajo con besuqueos, entre bromas, entre risas agudas, con comentarios al margen de todo tipo. En menos de diez minutos la pequeña multitud de travestis es contundente. Bellas. Altas. Producidas hasta el dolor del frío. Allí están juntas para decirle al que quiera oírlas que son eternas, que son para siempre, que nadie las moverá, porque en el fondo, nada se los permite: el Rosedal no es una elección, es la mejor plaza de trabajo que siendo travesti se puede obtener. Y ya.
Corre, viejito, corre
Claudia Pía es una mujer grande, dice de ella misma. Es la única que esta noche no se puso los oropeles necesarios para estar en escena. Zapatillas, pantalón para correr, sobre todo acolchado negro, el pelo atado en una colita y poco maquillaje. “Los clientes éstos deben pensar quién es esta señora, qué hace acá”, se ríe de su diferencia. Claudia Pía ha trajinado ésta y otras ciudades. Nacida en La Carlota, se crió en Venado Tuerto, hasta que a los 13 se instaló en la capital. Su infancia travesti, los primeros tacos, y la rebeldía ante la familia que la vio cambiar, la pusieron en la calle, donde el oficio llegó. Corría el ’83. A las chicas, la Policía Federal les aplicaba lo que en sorna se conocía como “operativo cansancio”. “Te detenían por veinticuatro horas, hasta que te cansaban y cambiabas de jurisdicción”, cuenta.
Las chicas se dispersan como las palomas entre los globos de un acto peronista. Muchas han elegido el blanco para su ajuar. El blanco está de moda en el Rosedal. De blanco luce Carolina, la más simpática de las tímidas muchachas que corren a sus puestos de trabajo sin perder el tiempo. Apenas dejan de escuchar los consejos de la líder de la Asociación de Travestis y Transexuales de la Argentina, ATTA, y se liberan de las fotos grupales en la que se disponen como un enorme equipo deportivo, retoman la caminata felina, el gesto del que se ríen como de un defecto sobreasumido: la travesti con frío; un cuerpo escultural que amaga con esconderse detrás de un bolero de piel. Las manos de uñas esculpidas aferradas a las solapas del bolerito, las chicas tratan de cerrarlo para cubrir el pecho, no turgente, sino desmesurado. Carolina lo hace con esa camperita de jean llena de tachas. Las botas texanas blancas, la mini y todo el look son un homenaje al folk americano. Carolina ha decidido venderse hoy como una bandolera del oeste.
Carolina cuenta, describe, compara. “Esto era una pista de carreras de autos –dice–. Allá en el fondo había tres chicas que eran las únicas que paraban en todo el Rosedal. Era oscuro, una boca de lobo. A esas pobres chicas las llevaron por delante y las quebraron todas. Es que de verdad, amor, esto era muy oscuro. Venían solamente las parejas a tener lo suyo. Ahora esto es un lujo, porque pueden venir hasta las familias. Vos las vieras, amor, son graciosas con los chicos atrás y el mate. Igual que los viejitos, que son divinos, porque te imaginás el esfuerzo que hacen por verla a una. A mí me dan ternura.”
Carolina tiene 30 años y lleva los últimos siete en pareja con un buen hombre que trabaja en la logística de una empresa. Ella logra juntar unos dos mil pesos al mes. Con los dos sueldos viven sin sobresaltos en un departamento de Congreso. Carolina conoció el yugo de las redadas en lo que fue la zona roja de Palermo, antes de que el Código Contravencional las trasladara a este circuito. Fue hace más de tres años. Quizás el cambio que las chicas más notaron fue la lógica territorial del nuevo espacio. De pronto desaparecieron las esquinas. Habían pasado años aferradas a esos rincones. Habían peleado con tacos asesinos por sus posesiones, cuando de pronto las calles dejaron de tener esquinas. “Este lugar es más democrático –analiza Carolina–. Antes había chicas que manejaban a otras, existía ese control, la violencia, el miedo. Si alguna ocupaba un espacio que no era de ella, la ligaba. Ahora a la nueva se la entiende de otra manera. Todas podemos venir a trabajar, mientras no seamos viejas.”
Carolina dibuja en un papel un pequeño mapa del Rosedal y marca los accesos como fronteras invisibles dentro de la zona roja. Desde Iraola hacia el norte se juntan las transformistas. Desde Iraola hacia Sinclair se ubican las chicas de mediana edad, pequeños grupos de amigas. Las más chicas, las nuevitas, están en las zonas de las discos. “A grosso modo estamos organizadas. Todas podemos trabajar tranquilas. Faltaría que nos dieran un carnet y ya seríamos como empleadas”, fantasea Carolina.
Hasta la tarifa es uniforme: 30 pesos el servicio bucal.
Los años travestis
Marcela juega a la chica mala. Todas, pero todas las que había cuadras a la redonda, se empujan y codean frente a la cámara, y ella desprecia la invitación. Conoce al reportero gráfico al que corrió hace algunos días porque ellas no se regalan para los medios. Lo torea. Cuando el enjambre se desarma, Marcela –botas rosas, nariz respingada, pómulos salidos, labios rojos– se sienta en el taxi y cuenta su infancia porteña, su familia de mamá podóloga y padre maestro de música griega. De 34, con apariencia de 25, y una alta inversión en cirugías, Marcela ya piensa en el retiro. Sus ahorros son el primer motivo de preocupación en su lista. Pasó dos años en París. En Le Bois de la Ciudad Luz ya son un clásico las travestis latinas, y entre ellas las argentinas. Con el dinero que juntó en su aventura europea, Marcela se compró el departamento en el que vive. Ahora quiere juntar lo suficiente para volver a París. Sueña con una perfumería. “A mis 34 yo soy una chica grande en el Rosedal. La edad promedio es 20, 25 añitos. Nosotras tenemos una vida complicada. Después de los 40 es complicado trabajar. Acá las más grandes vienen temprano, cuando no tienen tanta competencia como a la noche tarde, que está lleno de nenas nuevas, hermosas, flacas, imposibles de superar por más que te operes y te operes.”
–Al volver de Europa me encuentro con que acá esto está más aceptado. Y creo que nos aceptan a nosotras porque se aceptan más ellos. Ahora la mayoría de las personas son bisexuales. Cada día hay más sexo diferente –-postula Marcela.
–Acá vemos hasta mujeres buscando travestis –agrega Zamira, una rubia platinada de 29.
–Existe un abrir de la sexualidad que nos llega primero a nosotras, nos damos cuenta.
–Pero se está abriendo nada más que lo sexual.
–Para hacer unos pesos limpio en mi edificio. Soy la señora de la limpieza. Eso es nuevo. Me relaciono con mis vecinos como una más. Si no les demostrás algo relacionado con la prostitución ellos te ven normal –-dice Marcela.
–Si estuviéramos tan aceptadas no habría tantas chicas trabajando de prostitutas –tercia Zamira.
Zamira intenta, dice, hablar con las nuevas. Las nuevas de ahora, cree, las que llegan cuando tienen 13 o 14 años de Salta y Jujuy, llegan a un terreno en el que ellas, las más grandes, ya conquistaron algunos derechos. Algo atrevidas son a veces las chiquilinas de pelucas recién hechas. Antes, cuando la esquina valía el sustento diario, las novatas debían entrar al ambiente bajo la protección de una de las mayores. Se les decía “mais”, en una resignificación del termino umbanda. De alguna manera, eran sacerdotisas de las iniciaciones en el negocio de las desprotegidas. Luego, esa relación podía mutar a un velado proxenetismo cooperativo: pagar con un porcentaje de lo ganado, la casa, la comida, la protección de las más bravas.
“Quizá sea por todo lo que nos pegaba la policía, y por cómo internalizábamos esa violencia, que nosotros mismas nos poníamos malas. Hubo una época donde a la nueva le pedían plata, o le robaban la ropa, y si no la golpeaban para echarla de la zona, porque la más vieja odiaba que le robara clientes”, describe Zamira.
La semana pasada, Zamira conoció a una recién llegada. De 13 años, había venido del interior de Jujuy. Cansado de ser el maricón del pueblo, y de las burlas, había decidido ir más adelante, dejarse el pelo largo. Así se parecía a una chica, a la mujer que quería ser. Hasta que colmó la paciencia de la maestra. Con una tijera de manualidades, le cortaron los mechones largos de pelo. Soportó unas semanas corriendo de la policía salteña y se vino a Buenos Aires, a trabajar. Acá se hizo las tetas hermosas, a las que ahora pasea emocionada. “Nosotras no teníamos alternativa. Las primeras me las hice con un cuarto de litro de silicona”, recuerda Zamira. Marcela también.
Las dos lograron ahorrar para cambiárselas por prótesis. Entre las que mejores ingresos logran en Palermo se van presentando a los cirujanos que ahora las operan. Se estila un nuevo modelo de chica. “Deben parecer modelos. Ser muy flacas y altas. Tener lolas, pero chiquitas. Yo me saqué cantidad. Con menos parezco más chica”, cuenta Marcela, que de 100 pasó a 94 de busto.
Cerca de la entrada, por calle Kennedy, ha hecho patria durante estos tres años un personaje entrañable para las chicas de la zona, Juan, el cafetero. De más de 60, bigote y lentes gruesos, gorro de lana, campera larga, la pinta de un mecánico bien puesto, Juan le pone el pecho a su manera al Rosedal trans. Su vida de cafetero había sido todo un clásico del rubro. Con un pequeño carro, desde 1971 recorría la zona de Congreso, hasta que Soraya, una travesti que emigró a Milán, lo invitó a la recién estrenada zona roja. Fue en pleno enero, recuerda. Juan ha ido parapetándose en un puesto que primero tuvo un techo y luego una casilla de chapa en la que se guarece los días de lluvia.
–Mire –-dice Juan, desde la sensatez laburante–, los moralistas se quejan de que acá se tiren cosas o se vaya al baño detrás de los árboles, pero no se fijan en la condena de estas chicas.
En su casa, la patrona no vio con los mejores ojos su nuevo destino laboral, pero se tuvo que acostumbrar. Las chicas están primero. Los taxistas y los clientes habituales también gozan de su menú nocturno: de nueve de la noche a siete de la mañana con sandwichs, empanadas, sopas calientes. El mismo las lleva hasta los autos que se acercan. Las chicas bajan las ventanillas y piden con eso grititos demandantes, y él, solícito y ágil, custodiado por sus propios hijos por si alguien se excede, atiende.
–Cuente que cuando llegamos acá esto era tierra de nadie. Ahora queremos que nos pongan baños químicos. Hay que hacer pis detrás de los árboles. Eso no es justo –le dice una de las chicas, y Juan asiente.
Ellas reclamaron la luz que ahora ilumina, las lomas de burro para frenar las picadas, los tachos de basura para tirar preservativos.
–Los conservadores opinan en contra, pero deben entender que a estas personas el mismo sistema las lleva a prostituirse –dice el cafetero del Rosedal–. Ellas no nacen prostitutas. Ellas nacen queriendo ser chicas, y se hacen chicas. Pero si laburan de esto, le juro porque las veo, es porque no les queda otra. De algo tienen que trabajar. Aunque haga frío, ellas siempre van a estar. Yo también.
Del centenar de mariposas encendidas del comienzo quedan apenas unas pocas a lo largo del óvalo central del parque Tres de Febrero. Los clientes que han venido a dar la vuelta del perro han levantado. Se las han ido llevando a lo largo de esta madrugada. Algunos todavía las recorren con la vista detrás de sus vidrios polarizados.
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