Domingo, 30 de julio de 2006 | Hoy
La historia reciente del sufrido país muestra cómo se logró un delicado equilibrio, ahora quebrado, entre los distintos grupos étnicos que lo forman.
Por Mercedes
López San Miguel
El fantasma de una guerra civil sobrevuela el Líbano, un país con una historia de violentas divisiones. En la actual guerra con Israel, Hezbolá –aliado con Siria y declarado enemigo de Tel Aviv– se ganó el status de fuerza combatiente de vanguardia de los islamistas radicales, pero también agitó los antagonismos en el Líbano.
El gobierno de Fuad Siniora es blanco de críticas por no haber podido desarmar a la guerrilla, que controla el sur libanés. Pero es sabido que un abrupto desarme podría provocar la reacción de los chiítas, ya que muchos ven en Hezbolá su principal voz política y a sus milicianos como sus defensores –herederos del prestigio ganado durante las dos ocupaciones previas de Israel al sur libanés–. Más aún: que el costo de la guerra recaiga en gran medida sobre la población civil chiíta, con cientos de muertos y casi un millón de desplazados, no hace más que complicar la situación interna, marcada por un delicado equilibrio político entre las distintas etnias. Además, este conflicto perjudicará el turismo por años, y el daño a la infraestructura en el sur es catastrófico.
La guerra civil entre 1975 y 1990 dejó centenares de miles de muertos –300 mil según algunos historiadores–; los atentados eran moneda corriente entre distintas facciones cristianas y musulmanas. Las tropas sirias llegaron al Líbano en 1976 por mandato de la Liga Arabe para interponerse entre las facciones combatientes. Bajo la mediación siria se alcanzó un acuerdo para un sistema de representación proporcional de repartición del poder bajo puntos de vista confesionales. Ahora hay 18 comunidades religiosas reconocidas. Cerca del 60 por ciento de los habitantes son musulmanes y entre ellos los chiítas son mayoría. Entre el 40 por ciento cristiano dominan los maronitas. Según los acuerdos de paz, el presidente del Estado debe ser siempre maronita, el primer ministro sunnita y el presidente del Parlamento chiíta.
Pero el atentado al ex premier Rafik Hariri en febrero de 2005 reavivó los temores de la fractura libanesa. La oposición acusó al gobierno de ser pro-sirio y a Siria de estar detrás del atentado. Hariri había abandonado el gobierno en octubre de 2004 por desacuerdos con el presidente Emile Lahoud. En las calles llamaron a la dimisión del gobierno pro-sirio y la retirada de las tropas de Damasco.
Luego, el país permaneció acéfalo tras la renuncia de su premier Omar Karami y con un vacío de poder tras el repliegue de las 14 mil tropas sirias. Le siguió en junio de 2005 el triunfo en las parlamentarias de una coalición de partidos anti-Siria encabezada por el sunnita Saad Hariri, el hijo del asesinado padre. Por primera vez desde la finalización de la guerra civil el Parlamento era dominado por una alianza anti-siria. Fue el nacimiento de la llamada Revolución de los Cedros, el primer modelo en Medio Oriente de una democracia tutelada por Estados Unidos bajo el mandato de George W. Bush. Pero también Hezbolá había obtenido una importante victoria en el sur libanés. Hezbolá y su aliado chiíta Amal habían triunfado en la segunda etapa de las legislativas.
La guerra en la frontera con Israel puede conducir al siguiente cuadro de situación: la posibilidad de una mayor tensión confesional y sectaria –los hechos en Irak son un referente próximo–, una mayor influencia siria en detrimento del poder del gobierno y ejército libanés. Y más sufrimiento para sus habitantes.
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