Domingo, 9 de julio de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio Boron
A veces el silencio es atronador. En estos días el mutismo de los sedicentes defensores de la democracia liberal, el mundo libre y la economía de mercado resuena con estrépito. El régimen genocida de Israel, siniestro heredero de su verdugo nazi, está perpetrando un crimen incalificable contra el pueblo palestino. Cuando Bush caracterizó al gobierno de Hamas como “terrorista” y la Unión Europea avaló esa infamia, Tel Aviv se sintió respaldado y abrió las puertas del infierno. El bombardeo a mansalva de poblaciones civiles indefensas, los atentados contra autoridades democráticamente electas de Palestina y la destrucción de todo lo que encontraran a su paso fue la voz de orden del gobierno israelita. Las oficinas de los principales ministerios fueron destruidas; ministros, parlamentarios y altos funcionarios de la Autoridad Palestina encarcelados; el suministro de electricidad para la mitad del millón y medio de habitantes que se apiñan en Gaza fue inutilizado por la aviación israelí, paralizando escuelas, hospitales, talleres y comercios, dejando a los hogares sin ese vital recurso. En pocos días más ya no habrá agua potable porque las estaciones de bombeo dejarán de funcionar. Caminos intransitables, campos abandonados, la frágil infraestructura de Gaza está siendo metódicamente arrasada ante la indiferencia del mundo. Noche tras noche la aviación israelí sobrevuela ese pequeño territorio arrojando bombas de estruendo, y de las otras. La orden del valiente y honorable primer ministro israelí, Ehud Olmert, fue terminante: “Que nadie duerma en Gaza”. El pretexto de esta barbarie: la captura por parte de la resistencia palestina del cabo del ejército israelí Gilad Shalit –captura, no secuestro, dado que Shalit era miembro de un ejército invasor y fue capturado por sus enemigos en combate–. Ante ello, Tel Aviv se negó a negociar con sus captores un intercambio de prisioneros políticos –hay unos 900 niños y adolescentes palestinos presos en Israel, y más de 5000 adultos, todos calificados como terroristas–. Las cárceles de Israel, como las de Guantánamo, no recluyen a seres humanos.
Cuando el presidente iraní exhortó a “borrar Israel del mapa” el mundo fue conmovido por una oleada de justificada indignación. Pero cuando el gobierno de Israel lleva a la práctica esa amenaza y borra literalmente del mapa a Palestina, los líderes de las “naciones democráticas” y sus paniaguados –los Vargas Llosa, Montaner, Zoe Valdéz y compañía– guardan un repugnante silencio. Su duplicidad moral es ilimitada. Pueden justificar con su silencio cualquier cosa: inclusive, un genocidio como el que está practicando Israel en Palestina. Por supuesto, no dudaron un instante en calificar de “terroristas” las imperdonables palabras del presidente iraní; pero cuando el terrorismo de Estado no es declarado en un discurso insensato sino sistemáticamente practicado por un peón de los Estados Unidos como Israel, su conciencia moral padece de un súbito adormecimiento.
El propósito del gobierno israelí es bien claro: apoderarse definitivamente de Gaza. Los sitia, los deja sin agua, pan, luz, trabajo. Los priva de toda esperanza y los extermina de a poco, con la complicidad de los grandes defensores de la democracia y la libertad, preocupados como están por la amenaza que los cohetes norcoreanos representan para la civilización.
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